Hay algo particularmente obsceno —intelectual y moralmente obsceno— en ver a un obispo pontificar sobre el Evangelio con la vara torcida de la ideología. Y eso es exactamente lo que hace Munilla aquí: no juzga los hechos, juzga al hombre; no discierne una acción concreta, ajusta cuentas con Trump. El resto es retórica piadosa, envoltorio espiritual y una superioridad moral impostada que chirría desde la primera línea.
Porque conviene decirlo claro: Munilla no está escandalizado por la violencia, está escandalizado por quién la ejerce. El problema no es el bombardeo al ISIS; el problema es que lo haga Trump. Si mañana la misma operación la firmara un líder con carné progresista, lenguaje terapéutico y bendición de La Civiltà Cattolica, aquí no habría tuit, ni reproche evangélico, ni súbita sensibilidad navideña.
Munilla lleva años reclamando que Occidente haga algo ante la matanza sistemática de cristianos en Nigeria, Mozambique, Siria o Irak. Años denunciando —con razón— la pasividad cobarde de las democracias occidentales. Pero cuando alguien, por una vez, actúa y golpea militarmente al yihadismo, entonces resulta que “no se entiende nada del Evangelio”. Curiosa revelación tardía.
El Evangelio según la geopolítica sentimental
El argumento es tan viejo como previsible: Navidad, tregua, dolor de conciencia, víctimas inocentes, espíritu navideño. Todo muy correcto, muy episcopal, muy de homilía radiada con voz grave. Pero profundamente deshonesto. Porque nadie —absolutamente nadie— ha sostenido que bombardear al ISIS sea un acto piadoso o una obra de misericordia espiritual. Es, sencillamente, legítima defensa armada frente a una organización que decapita cristianos, viola niñas y quema aldeas enteras al grito de Alá.
Munilla lo sabe. Lo sabe perfectamente. Y aun así elige caricaturizar la acción como “venganza”, una palabra moralmente cargada, casi obscena, que no describe los hechos sino que los deforma para que encajen en su relato. No es análisis: es propaganda con alzacuellos.
Y luego está la indignación selectiva por el tuit de Trump. Ese es el verdadero detonante. No el misil, sino el sarcasmo. No la operación militar, sino el tono. Munilla no soporta a Trump porque no habla como un tecnócrata piadoso, porque no se expresa en lenguaje eclesiástico ni se arrodilla ante la sensibilidad progresista global. Trump no pide perdón antes de actuar, no se flagela en público, no disimula el enemigo. Y eso, para ciertos obispos, es imperdonable.
Moralismo sin víctimas
Lo más grave, sin embargo, no es el juicio contra Trump, sino el silencio sobre las víctimas cristianas. En todo el texto de Munilla hay más espacio para la conciencia del agresor que para la sangre del agredido. Más empatía con los “daños colaterales” que con los mártires concretos, con nombre, rostro y familia, que han sido masacrados precisamente en Navidad.
Ese es el sesgo. Esa es la ideología. Una visión del mundo en la que el mal siempre es “complejo”, “contextual”, “problemático”, pero la respuesta al mal debe ser siempre aséptica, neutralizada, casi simbólica. Una Iglesia que habla mucho de paz y muy poco de justicia; que entiende mejor al verdugo que a la víctima; que exige al defensor una pureza moral que jamás exige al asesino.
Munilla no está siendo evangélico. Está siendo previsible. Está leyendo el Evangelio con las gafas del antitrumpismo, y cuando uno hace eso, ya no ve ni el pesebre ni la cruz, sino solo su propio reflejo moralmente satisfecho.
Y lo más irónico de todo es que quien acusa a otros de “aplauso ideológico” lleva tiempo cosechándolo en los mismos círculos que jamás han movido un dedo por los cristianos perseguidos. Eso sí que es una degeneración. No del espíritu de la Navidad, sino del juicio episcopal.

