«Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo», advertía san Jerónimo. La liturgia romana ha tomado esta afirmación con absoluta seriedad. Tras la oración colecta, la Misa entra en un momento decisivo: la proclamación de la Palabra de Dios, no como simple instrucción, sino como acto de culto. En este nuevo capítulo de Claves — FSSP, se explica cómo la Epístola, los salmos intermedios y el Evangelio forman una pedagogía espiritual cuidadosamente ordenada, destinada a alimentar la fe de los fieles y a glorificar a Dios mediante sus propias palabras inspiradas.
De tres lecturas a dos: continuidad y sobriedad
En los primeros siglos de la Iglesia, la Misa incluía tres lecturas: una del Antiguo Testamento, seguida de un salmo; una Epístola, generalmente de san Pablo, acompañada de otro salmo; y finalmente el Evangelio. Muy pronto, hacia el siglo V, la práctica se estabilizó en dos lecturas, conservando, sin embargo, la riqueza bíblica esencial. La primera mantuvo el nombre de Epístola, aunque no siempre proceda de san Pablo, pues puede tomarse también de los Hechos de los Apóstoles o del Apocalipsis. El Antiguo Testamento, lejos de estar ausente, impregna profundamente el misal tradicional, con más de 135 pasajes distintos distribuidos a lo largo del año litúrgico. La segunda lectura es siempre un texto del Evangelio, centro y culmen de la liturgia de la Palabra.
Entre ambas lecturas, la tradición conservó los salmos intercalados de los primeros tiempos, origen del Gradual y del Aleluya, o del Tracto en los tiempos penitenciales. Así, incluso cuando se redujo el número de lecturas, la estructura espiritual original quedó intacta.
La lectura como acto de culto
Las lecturas en la Misa no cumplen únicamente una función didáctica. Son, ante todo, un acto de alabanza. Proclamar la Epístola o el Evangelio es honrar a Dios con su propia Palabra. Por esta razón, la liturgia tradicional conserva la proclamación en latín, lengua sagrada, antes de cualquier traducción. Desde el siglo II, la lectura de la Epístola estaba confiada a un lector instituido, uno de los antiguos órdenes menores. En la Misa solemne, según el uso romano fijado en el siglo VIII, esta función corresponde al subdiácono. En la Misa cantada actual, suele ser el propio sacerdote quien proclama o canta la Epístola.
Orientación y simbolismo: sur, norte y oriente
La Epístola se proclama en latín desde el lado derecho del altar, el llamado lado de la Epístola, orientado simbólicamente hacia el sur, mientras que el celebrante permanece vuelto hacia el oriente. El Evangelio, por el contrario, se proclama desde el lado izquierdo del presbiterio, orientado hacia el norte. El sacrificio eucarístico se ofrece siempre al centro del altar, hacia el oriente, imagen del Cristo que viene.
Estas orientaciones no son arbitrarias. El oriente, dirección del sol naciente, simboliza a Cristo. El sur representa a Israel, pueblo de los profetas y de los apóstoles, de donde proceden los textos de la primera lectura. El lector, situado al sur pero vuelto hacia el oriente, manifiesta que toda la predicación profética encuentra su cumplimiento en Cristo, como san Juan Bautista señalando al Cordero de Dios. El norte, tradicionalmente asociado a los pueblos paganos, recibe la proclamación del Evangelio, signo de que la Buena Nueva está destinada a todas las naciones.
Un leccionario probado por los siglos
Los estudios litúrgicos más recientes confirman que ya en el siglo VII la selección y distribución de las lecturas estaban prácticamente fijadas. El misal tradicional nos pone así en contacto directo con la piedad de la Iglesia antigua. Durante más de doce siglos, generación tras generación, los cristianos han sido formados, exhortados y santificados por las mismas lecturas, cuidadosamente elegidas según el ritmo del año litúrgico. Cuando hoy se proclama, por ejemplo, la exhortación de san Pablo a combatir por la corona incorruptible al comenzar el tiempo de Septuagésima, resuena el mismo llamamiento a la perseverancia que escuchaban los fieles en las basílicas romanas siglos atrás.
El Gradual y el Aleluya: salmos cantados para la meditación
Tras la Epístola, la liturgia ofrece un tiempo de reposo contemplativo antes del Evangelio mediante el canto de los salmos. El Gradual recibe su nombre del lugar desde el que se cantaba antiguamente, los escalones —gradus— del ambón. Este nombre evoca también los salmos graduales que los peregrinos entonaban al subir las gradas del Templo de Jerusalén. Estos cantos no acompañan una acción litúrgica: son en sí mismos la acción, invitando a la meditación profunda de la Palabra escuchada.
El Aleluya, tomado del hebreo Allelu-Yah, «alabad al Señor», es un grito de júbilo que la liturgia romana recibió de Jerusalén, como el Kyrie. El genio del canto gregoriano prolonga la última vocal en un melisma exuberante, el iubilus, como si la voz humana no pudiera contener la alegría de la alabanza. Esta exultación explica que el Aleluya se omita en los tiempos penitenciales, como la Septuagésima y la Cuaresma, y sea sustituido por el Tracto, un canto continuo de varios versículos salmódicos, interpretado sin alternancia.
Secuencias: joyas conservadas por la tradición
En algunas solemnidades, la liturgia añade a estos cantos una secuencia o prosa, vestigio de una práctica antigua mucho más amplia. De las numerosas secuencias medievales, la liturgia romana ha conservado solo cinco: el Victimae paschali laudes de Pascua, el Veni Sancte Spiritus de Pentecostés, el Lauda Sion del Corpus Christi, compuesto por santo Tomás de Aquino, el Stabat Mater de la Virgen de los Dolores y el imponente Dies irae de la Misa de Difuntos. Cada una de ellas es una síntesis poética y doctrinal de la fe de la Iglesia.
La liturgia de la Palabra, tal como la custodia el rito romano tradicional, no improvisa ni dispersa: forma, enseña y conduce. Epístola, salmos y Evangelio constituyen un camino ascendente que prepara el alma para el Sacrificio.
