Mons. Argüello ha hecho bien en recordar una verdad incómoda: mientras algunos gobiernos occidentales legislan con creciente sensibilidad para evitar el sufrimiento animal, permiten —y amplían— la eliminación sistemática de vidas humanas inocentes mediante el aborto. La reciente decisión del Reino Unido de prohibir cocer vivos cangrejos y gambas contrasta de forma hiriente con la cifra de más de 250.000 abortos registrados en Inglaterra y Gales en 2022 y con la posterior ampliación de su despenalización. Señalar esa contradicción moral no es demagogia: es un deber.
Sin embargo, la reflexión queda incompleta cuando se mira solo fuera. Porque el aborto no es un problema exclusivamente británico. También es un problema español. Y grave.
Los datos oficiales no admiten eufemismos. En España, el número de abortos no deja de crecer. En 2024 se practicaron más de 106.000, frente a los poco más de 94.000 registrados en 2015. La tasa por cada mil mujeres entre 15 y 44 años ha pasado de 10,40 a 12,36. Al mismo tiempo, ha aumentado el número de centros que practican interrupciones voluntarias del embarazo. Más oferta, más facilidad, más normalización. Todo ello mientras la natalidad se desploma y el país avanza, sin disimulo, hacia un invierno demográfico de consecuencias sociales profundas.
Por eso la pregunta es inevitable: ¿por qué denunciar con claridad el aborto cuando ocurre en otros países y mostrarse más prudente —o directamente silencioso— cuando el drama también es nacional? La defensa de la vida no puede ser selectiva ni geográfica. O es un principio moral firme, o se convierte en una denuncia cómoda, sin coste ni consecuencias.
Hoy, 28 de diciembre, la Iglesia conmemora la memoria de los Santos Inocentes, los niños asesinados por orden de Herodes por miedo a perder el poder. La liturgia no recuerda un episodio arqueológico, sino una lógica que se repite. Herodes sigue teniendo muchos rostros. Recordar a los Santos Inocentes es una llamada a nombrar el mal por su nombre y a no acostumbrarse a él. Porque una sociedad que protege con celo a los animales, pero acepta la eliminación de más de cien mil hijos al año antes de nacer, no es más compasiva: es más incoherente. Y una Iglesia que denuncia ese drama solo mirando fuera se queda a mitad de camino en su misión profética.

