Alegría de Navidad

Alegría de Navidad

Por Stephen P. White

La historia de la salvación es larga. Comienza, como leemos en el Génesis, incluso antes de la propia Creación. Antes de que existieran el espacio y el tiempo, Dios ya estaba preparando todo lo que habría de desplegarse. La culminación última de esa historia aún nos es desconocida, aunque se nos ha revelado en parte. Nuestra propia participación en la historia de la salvación se va desarrollando a cada instante. Y aunque Dios lo comprende todo desde fuera del tiempo, nuestras acciones y decisiones cooperan (o no) con el plan que Él estableció antes de la fundación del mundo.

Nosotros, las criaturas humanas, no somos seres eternos; tenemos un comienzo. Aunque nuestros cuerpos son mortales, nuestras almas no lo son; no tienen fin. A diferencia de Dios, somos cambiantes —mutables, en el lenguaje de teólogos y filósofos— tanto en nuestros cuerpos mortales como en nuestras almas inmortales.

Del estudio de la física aprendemos la conservación de la masa y la energía, según la cual toda la masa y la energía que han existido o existirán ya existen. Carl Sagan observó célebremente que somos «polvo de estrellas», lo cual es cierto en un sentido. Pero los orígenes celestes de nuestra existencia material no cuentan toda la historia. Somos más que fragmentos reciclados de los restos del Big Bang. Mucho más.

Con la creación de cada nueva alma, algo completamente nuevo llega a existir. La composición del cosmos cambia en especie, no solo en grado. Cuando una nueva persona entra en la existencia, la realidad misma queda alterada para siempre. Las almas no son polvo de estrellas, ni tampoco desaparecen.

Y así, cada día surgen cosas nuevas —cosas verdaderamente nuevas—. Cambios irrevocables, eternos, suceden a nuestro alrededor. Nuevas almas llegan a existir. Las almas quedan marcadas indeleblemente por el bautismo o por el orden sagrado. Las almas se separan, por un tiempo, de sus cuerpos mortales. Las almas son juzgadas. Y son salvadas o condenadas.

La historia de la salvación, narrada en algo parecido a su plenitud, es una historia no solo de la Creación, sino de la intervención continua de Dios. Dios visita a su pueblo. Establece alianzas con él. Lo llama hacia sí. Lo corrige y le muestra misericordia. Lo libera de la esclavitud. Cumple sus promesas.

El acontecimiento central de este largo relato de la historia de la salvación es, por supuesto, la mayor Novedad de toda la Creación. Un ángel se aparece a María, y ella concibe por obra del Espíritu Santo: el Verbo hecho carne. Un niño nace en Belén. Crece en sabiduría y gracia ante Dios y los hombres. Es tentado. No tiene pecado. Predica la llegada del Reino y la buena nueva a los pobres. Realiza grandes milagros. Es traicionado, sufre, muere, desciende a los infiernos, resucita y asciende a la derecha del Padre. Envía el Espíritu Santo. Alimenta a su pueblo con su propio cuerpo y sangre. Cumple sus promesas.

La magnitud de este glorioso misterio es tan vasta que puede resultar difícil, si no imposible, contemplarlo todo de una sola vez. La Iglesia, en su sabiduría, lo recuerda a través de los ritmos del año litúrgico. Saboreamos un momento cada vez mediante nuestras fiestas sucesivas. El conjunto siempre está ahí, pero lo encontramos más a menudo en algún aspecto concreto: la vida de un gran santo, la conmemoración de grandes momentos en la vida de Nuestro Señor o de la Santísima Virgen, temporadas enteras de penitencia y de gozo.

Es en Pascua, y particularmente en la Vigilia Pascual, cuando la Iglesia dirige nuestra mirada hacia el horizonte más amplio. Escuchamos toda la historia de la salvación, y la plena gloria y el significado de la Resurrección se hacen tan claros para la mente mortal como nuestra liturgia y nuestra alabanza pueden lograrlo. La alegría pascual es cósmica, triunfante, exaltante. La alegría pascual es todo trompetas y luz cegadora. La alegría pascual es apocalíptica en el sentido más antiguo: una revelación de lo que antes estaba oculto en la mente divina.

La alegría de este tiempo, la alegría de Navidad, es de un timbre completamente distinto. La alegría de Navidad es humilde, silenciosa, menos exaltada y, de algún modo, más profundamente… humana. La alegría de Navidad es tan distinta de la de Pascua como la sonrisa de un bebé dormido lo es de la marcha triunfal del Rey de reyes.

Distinta y, sin embargo, de algún modo la misma. El Niño en el pesebre es el mismo Cristo que vence a la muerte. Pero que lo contemplemos primero como un niño manso y vulnerable, cuya llegada es conocida solo por María, José y unos pocos pastores, es una gracia asombrosa.

La Navidad nos permite saborear cuán plenamente humano es este Niño-Cristo. Su humanidad no es un mero revestimiento o apariencia. Es su naturaleza. Así como la gracia se apoya en la naturaleza y la perfecciona, el triunfo divino de la Pascua se apoya en la alegría humana de la Navidad y la perfecciona.

Podemos comprender más plenamente la divinidad de Cristo resucitado cuando llegamos a conocer primero la humanidad —nuestra propia humanidad— en el niño dormido del pesebre. En este sentido, la Navidad no es solo un hito temporal o cronológico en el misterio de la Encarnación —debe nacer antes de poder sufrir y morir—, sino una preparación para quienes no podemos comprenderlo todo de una vez.

En la penumbra del pesebre, bajo la estrella, se permite, por así decirlo, que nuestra vista espiritual se vaya ajustando. Se nos concede empezar a ver poco a poco. Al principio se nos ahorra el resplandor pleno e insoportable de aquella mañana de domingo en primavera. Reunidos en torno al pesebre, la realidad de lo que Dios está haciendo comienza, literalmente, a amanecer ante nosotros.

En esto vemos la generosidad de nuestro Dios, que no solo viene a salvarnos, sino que lo hace con la ternura silenciosa de un niño dormido.

¡Qué alegría!

 

Sobre el autor

Stephen P. White es director ejecutivo de The Catholic Project en la Universidad Católica de América y fellow en Estudios Católicos en el Ethics and Public Policy Center.

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