San Jerónimo y el león

San Jerónimo y el león

Por Brad Miner

Entonces uno de los ancianos me dijo: «No llores. Mira: el León de la tribu de Judá, el Retoño de David, ha vencido, de modo que puede abrir el libro y sus siete sellos».
– Apocalipsis 5,5

Hay una historia (probablemente una leyenda que hace eco del anterior relato romano de Androcles y el león) según la cual un día, en su estudio, san Jerónimo (c. 342-420), trabajando arduamente en la traducción de la Sagrada Biblia al latín, recibió la visita de un león. El animal tenía una astilla clavada en la pata y suplicó al santo que se la quitara, cosa que Jerónimo hizo, tras lo cual hombre y bestia se volvieron inseparables.

Como amante de los gatos, me encantaría tener un león como amigo, aunque no como mascota. He visto vídeos de un «susurrador de leones» sudafricano, que crió a algunos cachorros de león abandonados y siguió siendo amigo de ellos a lo largo de los años, de modo que cuando sale al veld y los llama, acuden corriendo, saltan, ponen las patas sobre sus hombros y le lamen la cara.

Así que la historia de Jerónimo y el león podría ser cierta.

Muchos artistas han representado la escena, aunque, en siglos anteriores, algunos lo hicieron sin haber visto nunca un león, y esos leones se parecen a gatos, perros o gárgolas. Sin embargo, había leones asiáticos en el desierto de Israel cuando Jerónimo vivía allí, aunque para cuando trabajaba en la Vulgata en Belén, los leones ya debían de ser una visión verdaderamente rara.

Pero pudo haber ocurrido. Porque Dios actuaba ciertamente en la vida de Jerónimo, y quizá a Jerónimo le gustaban los gatos y, como recompensa a su santidad, el Señor decidió regalarle el más grande de todos.

En muchas pinturas renacentistas y posteriores, Jerónimo aparece con vestiduras cardenalicias, pero eso es un anacronismo. El cardenalato no se convirtió en un oficio de la Iglesia hasta casi tres siglos después de que Jerónimo fuera al cielo. En algunos retratos de Jerónimo aparecen imágenes de memento mori, como el cráneo en San Jerónimo escribiendo de Caravaggio (arriba).

En una de las pinturas más antiguas que lo representan, de Pinturicchio, el santo aparece medio desnudo, contemplando un crucifijo que ha fijado a la rama de un pequeño árbol. Sobre una roca a la izquierda de Jerónimo hay otro libro que me gusta pensar que es su cuaderno. A su derecha hay un códice bellamente encuadernado de las Escrituras hebreas, quizá. O, más probablemente, se trata de una «primera edición» de la Vulgata. En cualquier caso, está parcialmente cubierto por su sombrero rojo de cardenal.

Y junto al sombrero está el león, que nos mira con cautela. O quizá es una expresión de preocupación, porque Jerónimo sostiene una piedra en una mano, que ha estado usando para mortificar su carne. (Así lo dice la tradición.) Su otra mano señala el cuaderno abierto mientras fija la mirada en la imagen radiante de Cristo, fides quaerens intellectum. El león espera que pasemos en silencio y permitamos que el santo continúe con su santa labor.

Mi pintura favorita del santo y el gran felino es San Jerónimo en su estudio, de Niccolò Antonio Colantonio. Su composición es rica en detalles. Aquí vemos a Jerónimo

concentrado en quitar una espina de la pata de un león melancólico y dócil, usando algo parecido a un bisturí. Las estanterías de madera detrás de él están abarrotadas de una formidable naturaleza muerta de libros, cartas, rollos, relojes de arena, tijeras, lacre, telas anudadas, cintas e instrumentos de escritura, cuidadosamente descritos y bañados por la luz. Su sombrero de cardenal se muestra de forma destacada sobre una mesa, y debajo, en las sombras, unos ratones roen los papeles que han caído al suelo.

Esto sugiere que, tuviera o no un león, Jerónimo se habría beneficiado sin duda de tener un ama de llaves. Pero al menos Colantonio le concede un león muy regio.

Todo esto es fantasioso. Pero Jerónimo está verdaderamente entre los mayores eruditos-evangelizadores del catolicismo (y del mundo). Eusebio Sofronio Jerónimo —así se llamaba— fue secretario confidencial de Dámaso I, Papa entre 366 y 384, y fue Dámaso quien le encargó realizar una revisión a fondo de la Biblia, de ambos Testamentos.

Jerónimo era el hombre indicado para el encargo. Converso al cristianismo, había llevado antes una vida de indulgencia no muy distinta de la del joven san Agustín. (Ambos hombres, contemporáneos, llegarían a ser lo que hoy llamaríamos frenemies. Al final, sin embargo, se reconciliaron doctrinalmente y quedaron unidos.) Y, al igual que Agustín, Jerónimo estaba muy bien formado en latín y griego. Pero, al necesitar también hebreo y arameo, se trasladó a Israel y contrató tutores para ambas lenguas. Había pasado tiempo en Siria antes de llegar a Belén, y algunos de sus maestros judíos eran conversos cristianos y otros no.

El proceso fue agotador y costoso, y trabajó durante décadas: ¡quince años solo en las Escrituras hebreas! Siguió revisando hasta el final de su vida, y nunca fue tímido a la hora de lamentar (ante Agustín, entre otros) las cargas que aquel trabajo imponía a su espalda y a sus ojos.

Por último, la novelista católica británica Rumer Godden, cuyas novelas Black Narcissus y In This House of Brede son notables historias sobre mujeres en la vida claustral, escribió en 1961 un encantador libro (en verso) para niños (ilustrado por Jean Primrose), San Jerónimo y el león. Tristemente, el libro está actualmente descatalogado. El interior de la sobrecubierta de mi ejemplar de primera edición conserva el precio original: 2,50 dólares. Yo lo compré en eBay por 50 dólares. (Me doy el gusto pensando que quizá malcríe a mis nietos.) Tal vez la editorial lo reedite. En cualquier caso, el libro termina así:

Jerónimo está con los santos, y estoy seguro de que,
por voluntad de Dios,
aunque el sombrero y la Biblia quedaron atrás,
el león sigue estando con él.

Un libro infantil sobre Jerónimo puede parecer frívolo, pero, según mi lectura de las vidas de los santos (y pensando en las palabras de Nuestro Señor en Mateo 18,3 sobre hacerse como niños), la santidad suele ir acompañada de una ingenuidad infantil. Y todos los gatos van al cielo.

 

Sobre el autor

Brad Miner, esposo y padre de familia, es editor senior de The Catholic Thing y senior fellow del Faith & Reason Institute. Fue editor literario de National Review y desarrolló una larga carrera en la industria editorial. Su libro más reciente es Sons of St. Patrick, escrito junto con George J. Marlin. Su exitoso The Compleat Gentleman está disponible en una tercera edición revisada y también como audiolibro en Audible (leído por Bob Souer). El Sr. Miner ha sido miembro del consejo de Aid to the Church In Need USA y también de la junta del Servicio Selectivo en el condado de Westchester, Nueva York.

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