Mons. Strickland: «La sombra del pesebre es una Cruz»

Mons. Strickland: «La sombra del pesebre es una Cruz»

La Navidad el inicio de todo. Así lo recuerda el obispo emérito Joseph E. Strickland en una extensa reflexión publicada en Pillars of Faith, en la que insiste en una verdad que la Iglesia siempre ha custodiado, aunque hoy incomode: la sombra del pesebre es una Cruz.

La Iglesia, explica el prelado, prolonga la celebración de la Navidad a lo largo de varios días porque el misterio de la Encarnación es demasiado grande para ser reducido a una emoción puntual. La alegría cristiana es real, profunda y firme, pero no ingenua. No es una alegría frágil que necesite ser protegida de la verdad. Al contrario: es una alegría capaz de mirar de frente el sacrificio, el sufrimiento y el precio de la redención.

Cristo no ha venido —subraya Strickland— a hacer el mundo más cómodo. Ha venido a salvarlo. Y toda salvación tiene un coste. Por eso, cuando la Iglesia coloca ante los fieles, en plena octava de Navidad, a figuras como san Esteban, san Juan apóstol o los Santos Inocentes, no está rompiendo el clima navideño, sino explicándolo. Está mostrando qué significa realmente que Dios haya entrado en la historia.

Separar el pesebre de la Cruz, advierte el obispo, conduce inevitablemente a una fe deformada. Cuando la Cruz desaparece del horizonte, la alegría se transforma en simple tranquilidad, en consuelo superficial, en una fe que ya no salva porque no exige nada. Pero la auténtica alegría cristiana no consiste en ser confirmados por el mundo, sino en pertenecer a Cristo, incluso cuando esa pertenencia implica sacrificio.

El testimonio de san Esteban, primer mártir, ocupa un lugar central en la reflexión de Strickland. Su muerte no fue una tragedia absurda ni una derrota, sino la culminación lógica de lo que comenzó en Belén. Lleno del Espíritu Santo, Esteban no suavizó la verdad para salvar su vida, ni adaptó el mensaje para hacerlo aceptable. Murió perdonando, pronunciando el nombre de Jesús, dejando tras de sí una semilla que Dios haría fructificar incluso en el corazón de Saulo, futuro apóstol Pablo.

Junto a Esteban aparece san Juan, cuya fidelidad no pasó por la espada, pero sí por el peso de una obediencia prolongada. Juan vivió bajo la sombra de la Cruz durante toda su vida: cuidando de la Virgen, soportando el desgaste del tiempo, permaneciendo fiel cuando otros desaparecían. Su martirio —recuerda el obispo— fue silencioso, pero no menos real. La Cruz no siempre cae de golpe; a veces se apoya sobre los hombros durante años.

También los Santos Inocentes, víctimas de la violencia del poder que tiembla ante la verdad, forman parte de esta pedagogía navideña. No eligieron el sacrificio, pero quedaron atrapados en su sombra porque Cristo había nacido. En ellos se revela tanto la crueldad del mundo como la certeza de que ningún sufrimiento escapa a la misericordia de Dios.

A partir de estos testimonios, mons. Strickland lanza una advertencia clara a la Iglesia de hoy. Existe una tentación constante —afirma— de suavizar el mensaje cuando la Cruz se vuelve incómoda: hablar más de acompañamiento que de fidelidad, más de consenso que de verdad, más de comodidad que de conversión. Es entonces cuando el lenguaje del mundo sustituye al lenguaje del Evangelio y lo que antes se recibía con reverencia empieza a verse como un estorbo.

Pero la Iglesia no fue llamada a reflejar al mundo, sino a ofrecerle algo distinto. Cuando la Cruz se oculta, la Navidad se vacía. El pesebre se convierte en un adorno y la alegría en un sentimiento pasajero. Y esa alegría —recuerda Strickland— no puede salvar a nadie.

Celebrar la Navidad, concluye el obispo, no es detenerse en la ternura del Niño, sino aceptar el camino que ese Niño trae consigo. Arrodillarse ante el pesebre es el comienzo del discipulado, no su final. Significa dejarse enviar a la vida cotidiana —a la familia, al trabajo, a la sociedad— con una fe que no huye del conflicto ni del sacrificio.

La sombra del pesebre es una Cruz. Siempre lo ha sido. Y lejos de ser una pérdida, es la promesa de que el Niño que adoramos es el Salvador que redime, el Rey que reina y el Señor que permanece con su Iglesia, incluso cuando la fidelidad cuesta todo.

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