En un tiempo en el que incluso desde los púlpitos se habla cada vez menos del Cielo y del infierno, el historiador y ensayista Roberto de Mattei ha querido recordar, con motivo de la Navidad, una verdad central del cristianismo: el destino eterno del hombre y el sentido último de la Encarnación. Para el intelectual italiano, callar sobre los novísimos no los hace desaparecer, sino que los vuelve peligrosamente invisibles en una cultura que ha perdido la perspectiva de la eternidad.
De Mattei constata que muchos sacerdotes evitan hoy hablar del Paraíso y del infierno, como si estas realidades resultaran incómodas o inadecuadas para la sensibilidad contemporánea. Sin embargo, recuerda que precisamente estas verdades últimas son las que orientan la vida humana hacia su fin verdadero. Cuando se silencian, no solo se empobrece la predicación cristiana, sino que se oscurece el sentido mismo de la existencia, reducida entonces a un horizonte puramente temporal.
La fe de la Iglesia ha enseñado siempre que la eternidad no es solo una promesa futura, sino una realidad que comienza a gestarse en el presente. Cada acto, cada decisión, cada orientación del corazón prepara ya el destino definitivo del alma. Como recordaban san Gregorio Magno y san Alfonso María de Ligorio —citados por de Mattei—, lo que se siembra en el tiempo se recoge en la eternidad, y de un solo momento puede depender la salvación.
Desde esta perspectiva, el autor observa que el mundo actual ofrece abundantes imágenes que evocan una anticipación del infierno: violencia normalizada, mentira sistemática, engaño elevado a norma y una profunda infelicidad que anida incluso en corazones aparentemente satisfechos. No se trata del infierno en sentido teológico estricto, pero sí de un reflejo inquietante de lo que sucede cuando el hombre rechaza la verdad y el amor de Dios. El resultado es la soledad, el vacío interior y, con frecuencia, una desesperación disfrazada de bienestar.
Pero el tiempo presente —afirma de Mattei— no está privado de signos de luz. Y entre ellos, la Navidad ocupa un lugar singular. El nacimiento de Cristo es presentado como una de las imágenes más altas del Paraíso anticipado en la historia. En la pobreza del pesebre, en un Niño recostado en una gruta, el cielo se abre sobre la tierra. Allí donde todo parece frágil e insignificante, Dios se hace cercano, visible y accesible.
El belén concentra esta realidad sobrenatural: la Sagrada Familia, los ángeles que cantan la gloria de Dios, los pastores y los Reyes Magos que adoran al Verbo hecho carne. Las familias que se reúnen en torno al pesebre —a veces sin plena conciencia— participan de esa alegría que brota de la vida sobrenatural irradiada desde Belén. La paz y la alegría propias de la Navidad no son meros sentimientos, sino una prefiguración de la felicidad eterna del Cielo, donde el alma vivirá en plena comunión con Dios.
El Paraíso, recuerda de Mattei, supera cualquier imagen humana. Es la plenitud de todos los bienes, la visión beatífica de Dios, una felicidad que no se agota ni disminuye con el paso de los siglos. Allí se restauran también las amistades espirituales y los vínculos familiares, ahora purificados y elevados a la luz divina. Los bienaventurados viven en una alegría siempre nueva, sin hastío ni cansancio, porque participan del Bien infinito.
Después de la visión directa de Dios, la mayor dicha del Paraíso será la contemplación de Jesucristo, el Verbo Encarnado, y de la Santísima Virgen María, Reina del Cielo. Las melodías que allí resuenan —señala el autor— son las mismas que los ángeles entonaron en Belén, anunciando la gloria de Dios y la paz a los hombres de buena voluntad.
Entre la anticipación de la tiniebla y la anticipación de la luz, el hombre está llamado a elegir. Esa elección no se decide al final de la vida, sino en el tiempo presente: en la manera de creer, de adorar, de esperar y de amar. Por eso, concluye de Mattei, la Navidad es el anticipo histórico de lo que el Paraíso es de modo eterno: la comunión plena entre Dios y el hombre.
Si en Navidad Dios se deja ver en un rostro humano, en el Paraíso el hombre verá a Dios sin velos, en una visión definitiva y eterna. El misterio del pesebre no es, así, una escena sentimental, sino el primer destello del destino último para el que el hombre ha sido creado.
Fuente: Messa In Latino / Radio Roma Libera (21 de diciembre de 2025)
