El Gobierno armenio intenta someter a la Iglesia Apostólica

La relación entre el Estado armenio y la Iglesia Apostólica Armenia atraviesa uno de los momentos más delicados desde la independencia del país. Diversos analistas alertan de que el actual Gobierno, encabezado por el primer ministro Nikol Pashinyan, estaría avanzando hacia una subordinación política de la Iglesia, con posibles efectos sobre la libertad religiosa y sobre un elemento central de la identidad nacional armenia.

La Iglesia Apostólica no es una institución más en Armenia: constituye un núcleo histórico, espiritual y cultural de primer orden. Armenia fue el primer país del mundo en adoptar oficialmente el cristianismo, y la pertenencia a la Iglesia ha desempeñado un papel decisivo en la continuidad de la nación armenia frente a invasiones, persecuciones y tragedias históricas. Por ello, cualquier intento de limitar su independencia desborda lo puramente religioso y adquiere relevancia social y política.

Según el historiador y analista José Luis Orella, esta tensión se inscribe en el cambio de orientación geopolítica impulsado por el Gobierno: un acercamiento a Estados Unidos y un distanciamiento de Rusia, tradicional apoyo militar de Armenia. Orella relaciona este giro con una consecuencia especialmente dolorosa: la pérdida de Nagorno-Karabaj tras la ofensiva azerí de 2023 y el desplazamiento de la mayoría de la población armenia del enclave.

Este replanteamiento estratégico ha provocado un fuerte rechazo interno. El Katolikós Karekin II, máxima autoridad espiritual de la Iglesia Apostólica Armenia, llegó a pedir la dimisión del primer ministro. Las movilizaciones han tenido como figura destacada al arzobispo Bagrat Galstanian, líder religioso de la región de Tavush, y el conflicto se intensificó con la detención del propio Galstanian y de otros clérigos bajo acusaciones de conspiración contra el Estado.

Para Orella, estos hechos no pueden analizarse de forma aislada. En su lectura, la presión sobre la Iglesia responde a la necesidad de debilitar una resistencia moral y social frente a decisiones políticas altamente controvertidas: el reconocimiento de la soberanía azerí sobre Nagorno-Karabaj, posibles reformas constitucionales exigidas por Bakú o la construcción de un corredor estratégico que conectaría Azerbaiyán con Najicheván y Turquía, alterando el equilibrio regional.

El analista advierte además de un intento de reconfigurar la Iglesia desde dentro, promoviendo voces eclesiales afines al poder político y erosionando su autonomía institucional. Ese patrón —sostiene— recuerda procesos observados en algunos países europeos donde iglesias históricas han terminado integradas en la agenda del Estado, con una pérdida progresiva de independencia.

La cuestión adquiere una dimensión todavía más sensible si se considera que en torno al 92 % de la población armenia se declara fiel a la Iglesia Apostólica. La injerencia del poder político en la vida interna eclesial no afectaría solo a una institución religiosa, sino que podría comprometer derechos fundamentales y agravar fracturas sociales.

En este contexto, la advertencia de José Luis Orella es clara: someter a la Iglesia Apostólica Armenia no es una simple reforma modernizadora, sino un movimiento que golpea uno de los pilares centrales de la identidad armenia y pone a prueba la calidad democrática del país. La evolución de este conflicto será determinante para comprender el futuro político, cultural y espiritual de Armenia.

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