En la misa de nochebuena celebrada en la basílica de San Pedro, el Santo Padre León XIV pronunció una homilía centrada en el misterio de la Encarnación como respuesta de Dios a la oscuridad del mundo. Ante los fieles reunidos en el Vaticano, el Papa presentó el nacimiento de Cristo como la verdadera luz que ilumina toda tiniebla, no desde el poder ni la grandeza humana, sino desde la humildad de un Niño recostado en un pesebre.
En su predicación, León XIV subrayó que la Navidad revela la dignidad inviolable de toda persona humana y desenmascara las lógicas de dominación, exclusión y mercantilización del hombre. Recordó que no puede haber lugar para Dios si no hay lugar para el hombre —especialmente para los más pequeños, los pobres y los descartados—, y exhortó a la Iglesia a acoger el don recibido convirtiéndose en testigo de esperanza, caridad y paz en un mundo marcado por la noche del error y la violencia.
Dejamos a continuación la homilía completa de León XIV:
Queridos hermanos y hermanas, durante milenios, en todas las partes de la Tierra, los pueblos han escrutado el cielo, dando nombres y formas a estrellas mudas. En su imaginación leían en ellas los acontecimientos del futuro, buscando en lo alto, entre los astros, la verdad que faltaba abajo, entre las casas. Como vigilantes en aquella oscuridad, quedaban, sin embargo, confundidos por sus propios oráculos.
En esta noche, en cambio, el pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz. Sobre los que habitaban en tierra tenebrosa, una luz resplandeció. He aquí el astro que sorprende al mundo, una chispa apenas encendida y ya desbordante de vida.
Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es Cristo Señor. En el tiempo y en el espacio, allí donde nosotros estamos, viene Aquel sin el cual nunca habríamos existido. Vive con nosotros quien por nosotros da su vida, iluminando con salvación nuestra noche.
No existe tiniebla que esta estrella no ilumine, porque a su luz la humanidad entera ve la aurora de una existencia nueva y eterna. Es la Navidad de Jesús, el Emmanuel. En el Hijo hecho hombre, Dios no nos da algo, sino a sí mismo, para rescatarnos de toda iniquidad y formar para sí un pueblo puro.
Nace en la noche Aquel que de la noche nos rescata. La huella del día que amanece ya no hay que buscarla lejos, en los espacios siderales, sino inclinando la cabeza, en el establo cercano. El signo claro dado al mundo oscuro es, en efecto, un niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre.
Para encontrar al Salvador no hay que mirar hacia lo alto, sino contemplar hacia abajo. La omnipotencia de Dios resplandece en la impotencia de un recién nacido. La elocuencia del Verbo Eterno resuena en el primer vagido de un infante.
La santidad del Espíritu brilla en ese pequeño cuerpo recién lavado y envuelto en pañales. Es divino el deseo de cuidado y de calor que el Hijo del Padre comparte en la historia con todos sus hermanos. La luz divina que irradia de este niño nos ayuda a ver al hombre en toda vida que nace.
Para iluminar nuestra ceguera, el Señor quiso revelarse de hombre a hombre, su verdadera imagen según un designio de amor iniciado con la creación del mundo. Mientras la noche del error oscurece esta verdad providencial, entonces no hay tampoco lugar para los demás, para los niños, para los pobres, para los extranjeros. Tan actuales son las palabras del papa Benedicto XVI, que nos recuerdan que en la tierra no hay espacio para Dios si no hay espacio para el hombre.
No acoger a uno significa no acoger al otro. En cambio, allí donde hay lugar para el hombre hay lugar para Dios; entonces un establo puede volverse más sagrado que un templo y el seno de la Virgen María es el arca de la nueva alianza. Admiramos, queridísimos, la sabiduría de la Navidad.
En el niño Jesús, Dios da al mundo una vida nueva, la suya, para todos. No una idea resolutiva para cada problema, sino una historia de amor que nos involucra. Ante las expectativas de los pueblos, Él envía un infante para que sea palabra de esperanza.
Ante el dolor de los miserables, Él envía a un inerme para que sea fuerza para levantarse. Ante la violencia y la opresión, Él enciende una luz suave que ilumina con salvación a todos los hijos de este mundo. Como señalaba san Agustín, el orgullo humano te ha aplastado tanto que solo la humildad divina podía levantarte.
Sí, mientras una economía distorsionada induce a tratar a los hombres como mercancía, Dios se hace semejante a nosotros, revelando la infinita dignidad de toda persona. Mientras el hombre quiere hacerse Dios para dominar a su prójimo, Dios quiere hacerse hombre para liberarnos de toda esclavitud. ¿Nos bastará este amor para cambiar nuestra historia? La respuesta llega apenas despertamos, como los pastores, de una noche mortal a la luz de la vida que nace, contemplando al niño Jesús.
Sobre el establo de Belén, donde María y José, llenos de asombro, velan al recién nacido, el cielo estrellado se convierte en una multitud del Ejército Celestial. Son huestes desarmadas y desarmantes, porque cantan la gloria de Dios, en la cual la paz se manifiesta en la tierra. En el corazón de Cristo, en efecto, palpita el vínculo que une en el amor el cielo y la tierra, al Creador y a las criaturas.
Por eso, exactamente hace un año, el papa Francisco afirmaba que la Navidad de Jesús reaviva en nosotros el don y el compromiso de llevar esperanza allí donde se ha perdido, porque con Él florece la alegría, con Él la vida cambia, con Él la esperanza no defrauda. Con estas palabras comenzaba el Año Santo; ahora que el Jubileo se encamina a su cumplimiento, la Navidad es para nosotros tiempo de gratitud y de misión: gratitud por el don recibido, misión para testimoniarlo al mundo. Como canta el salmista: anunciad día tras día su salvación, contad entre las naciones su gloria, a todos los pueblos proclamad sus maravillas.
Hermanas, hermanos, la contemplación del Verbo hecho carne suscita en toda la Iglesia una palabra nueva y verdadera. Proclamemos, pues, la alegría de la Navidad, que es fiesta de la fe, de la caridad y de la esperanza. Es fiesta de la fe porque Dios se hace hombre naciendo de la Virgen.
Es fiesta de la caridad porque el don del Hijo Redentor se hace realidad en la entrega fraterna. Es fiesta de la esperanza porque el Niño Jesús la enciende en nosotros, haciéndonos mensajeros de paz. Con estas virtudes en el corazón, sin temer la noche, podemos salir al encuentro del alba del Día Nuevo.
