La pobreza y humildad de Belén

La pobreza y humildad de Belén

Belén, pequeña aldea de Judá, fue testigo del sublime y paradójico acontecimiento: el nacimiento del Rey de Reyes. Aquel niño recién nacido, envuelto en pañales y recostado en un pesebre, era el Verbo eterno de Dios hecho carne (cf. Jn 1,14). No hubo palacio ni cortejos, sino una cueva de animales y unos pobres pastores por testigos. La tradición cristiana siempre ha visto en esta escena la manifestación de la “lógica de Dios”, tan distinta de la del mundo. San Agustín lo expresa con asombro: «Jesús yace en el pesebre, pero lleva las riendas del gobierno del mundo; toma el pecho, y alimenta a los ángeles; está envuelto en pañales, y nos viste a nosotros de inmortalidad». La infinita grandeza divina se reveló en la fragilidad de un niño.

Aquella Nochebuena, el Creador del universo quiso experimentar la pobreza extrema. No hubo lugar en la posada para José y María; por eso, el Hijo de Dios nace en un establo frío, entre pajas y animales. Santa Teresa de Jesús evoca con devoción esta imagen: habla del “glorioso niño pobrecito, hijo del Padre celestial” nacido en la noche de Navidad. A simple vista, todo en Él mostraba carencia y pequeñez. De hecho –añade la santa de Ávila– a los ojos humanos “más pudiera juzgársele por hijo de gente pobre que por Hijo del Padre celestial”. Sin embargo, la fe nos permite reconocer en aquel Niño al Dios verdadero, escondido en la humildad más absoluta. Los ángeles así lo anunciaron a los pastores, y estos acudieron a adorarle en la cueva de Belén. En esa pobreza resplandece un misterio: “Jesús nació en la humildad de un establo, de una familia pobre; unos sencillos pastores son los primeros testigos del acontecimiento”. La gloria de Dios brilló, pues, en la sencillez de la Navidad.

La lección divina de la humildad

Desde los primeros siglos, la Iglesia ha contemplado el nacimiento de Cristo como una lección de humildad y amor destinada a sanar la soberbia de la humanidad. San Agustín predicaba que “la doctrina de la humildad es la gran lección del misterio de Belén”. Dios se rebaja por nosotros, tomando nuestra condición mortal, para enseñarnos con el ejemplo. «Considera, hombre, lo que Dios se hizo por ti; reconoce la doctrina de tan grande humildad aun en un niño que no habla» –exclama el Doctor de Hipona. El Omnipotente se hizo débil, el Rico se hizo pobre, por amor a los hombres. Como dice San Pablo: “siendo rico, por nosotros se hizo pobre, a fin de enriquecernos con su pobreza” (cf. 2 Co 8,9). Esta kenosis (vaciamiento) del Hijo de Dios es remedio contra el orgullo humano. «La humildad de Cristo desagrada a los soberbios; pero si a ti, cristiano, te agrada, imítala» –nos apremia San Agustín. No podemos imitar a Dios en su omnipotencia, pero sí podemos imitar su humildad abrazando la pequeñez y el servicio a los demás.

Santo Tomás de Aquino, siglos más tarde, reflexionó por qué convenía que el Mesías viviera pobre y humilde. El Doctor Angélico afirma con claridad que “convino que Cristo llevase una vida pobre en este mundo”. Dios no eligió la pobreza por azar, sino con un propósito espiritual preciso. Enseña Santo Tomás: “lo mismo que aceptó la muerte corporal para darnos la vida espiritual, de igual modo soportó la pobreza temporal para darnos las riquezas espirituales”. Cristo, al nacer y vivir pobre, nos trajo un tesoro celestial muy superior a cualquier riqueza material: la gracia, la vida divina participada. Con su pobreza voluntaria, Jesús nos muestra dónde está el verdadero bien. San Tomás advierte además que “la abundancia de riquezas da ocasión de ensoberbecerse”… por eso, “en quien es voluntariamente pobre, como lo fue Cristo, la misma pobreza es señal de humildad suprema”. El Señor, siendo dueño de todo, prefirió la privación para enseñarnos la humildad suprema y alejarnos de la soberbia, raíz de tantos males. En el portal de Belén, la sabiduría divina nos habla con silenciosa elocuencia: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29).

Riquezas de la pobreza de Cristo

San Bernardo de Claraval, el célebre abad del Císter, exalta el triunfo paradójico de esa noche santa. Invita a María a recostar al Niño en el pesebre y exclama: “Acuéstalo en el pesebre, envuélvelo en pañales; estos pañales son nuestras riquezas. Los pañales del Salvador valen más que todos los terciopelos. El pesebre es más excelso que los tronos dorados de los reyes. Y la pobreza de Cristo supera, con mucho, a todas las riquezas [de los] tesoros juntos”. ¡Qué contraste inconcebible!: el trono del Rey del Cielo es un establo humilde, pero esa humildad lo engrandece aún más. Para San Bernardo, los harapos y la cuna de paja del Niño Dios son más valiosos que las púrpuras imperiales, porque allí brilla la virtud incomparable de la humildad divina. “¿Qué puede hallarse más enriquecedor y de más valor que la humildad?” –se pregunta el santo abad. Y concluye señalando al portal de Belén: “El nacimiento del Señor te inculca la humildad: le ves anonadado, tomando la condición de esclavo y viviendo como un hombre cualquiera”. Dios se anonadó a sí mismo (cf. Flp 2,7) por nuestra salvación; el Altísimo descendió hasta lo más bajo, para elevarnos hacia las alturas de su Reino.

También Santa Teresa de Jesús, mística y Doctora de la Iglesia, se inspira continuamente en la Humanidad de Cristo, desde su Natividad hasta la Cruz. La Madre fundadora del Carmelo descalzo gustaba de celebrar la Navidad con ternura y fervor. En sus escritos insiste en la importancia de contemplar a Jesús niño, pobre y necesitado, para crecer en amor y humildad. Nos cuenta que las primeras carmelitas descalzas, en Adviento, preparaban con sencillez un “portal” en sus conventos, disponiendo pajas, pañales y cuna para el “Divino Infante”, de modo que sus almas fuesen un Belén vivo donde el Salvador pudiese nacer. Santa Teresa exhortaba a sus monjas a meditar profundamente el misterio de esta pobreza: “las lágrimas del Niño, la pobreza de la Madre, la dureza del pesebre, el rigor del tiempo, y las incomodidades del portal”. Contemplando esas escenas, las hermanas se sentían llenas de alegría y deseos de imitar a Jesús humilde.

La enseñanza perenne de Belén

Belén es una escuela permanente de vida cristiana. El pesebre nos enseña que la verdadera grandeza se alcanza por la pequeñez, que el camino hacia Dios pasa por la virtud de la humildad. Al contemplar al Dios hecho niño, pobre y humilde por nosotros, abramos el alma a su ejemplo y a su gracia. Que cada uno, en lo íntimo de su corazón, acoja la pregunta que susurra este misterio: ¿Estamos dispuestos a seguir el camino de la humildad que el Hijo de Dios nos ha trazado? La respuesta queda en nuestras manos, a la luz de Belén y bajo la mirada amorosa de María y José. El Niño Jesús, con sus bracitos abiertos en el pesebre, parece llamarnos a ese camino. Ante Él, en adoración silenciosa, cada alma puede vislumbrar la verdadera riqueza que brota de la pobreza abrazada por amor. Que este mensaje eterno de la Navidad encuentre eco en nuestros corazones, y que la pobreza humilde de Cristo Rey nos inspire a vivir en la verdad, la caridad y la esperanza que nunca pasan.

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