El silencio de Belén

El silencio de Belén

En la tradición católica, la escena de la Natividad está envuelta en un profundo silencio sagrado. No es un silencio vacío, sino lleno de asombro y de presencia divina. San Agustín captó con maravilla esta paradoja al afirmar que Cristo fue “bello en cuanto Palabra nacida sin habla”, pues aun recién nacido, incapaz de hablar humanamente, “hablaron los cielos, proclamaron alabanzas los ángeles, [y] una estrella guió a los magos” hacia Él. Es decir, el Verbo eterno llegó al mundo callando, y en ese silencio el resto de la creación elevó su voz: los coros celestiales entonando “Gloria a Dios en el cielo” y la estrella de oriente guiando a los buscadores de la verdad. “Mientras todo estaba en quietud y silencio, y la noche llegaba a la mitad de su curso, tu Palabra omnipotente descendió del cielo desde el trono real” dice la Escritura, subrayando que Dios escogió la hora más silenciosa para revelar la Luz que no conoce ocaso. En lo recóndito de aquella noche tranquila se encendió para la humanidad una luz eterna. El Creador del universo irrumpió sin estrépito, en la oscuridad de un establo, manifestando el auténtico rostro de Dios: una humildad y mansedumbre que desconciertan al mundo orgulloso.

Humildad divina revelada en una noche silenciosa

Los Padres y Doctores de la Iglesia han enseñado que este silencio de Belén no fue casual, sino profundamente elocuente. “El Salvador, sin embargo, nació en el silencio y en la pobreza más completa”, recordaba el Papa Benedicto XVI, contrastando las falsas expectativas de un Mesías poderoso con la realidad desconcertante de Cristo humilde. En Belén, Dios nos habla bajando el volumen de toda ostentación: el Rey de reyes no nace en un palacio entre trompetas, sino en un establo oscuro, acompañado del susurro de la noche y la respiración de animales sencillos. Santo Tomás de Aquino explica que Cristo “convino que llevase una vida pobre en este mundo”, aceptando nacer en la indigencia precisamente para darnos una riqueza superior. El Doctor Angelicus razona que, “lo mismo que aceptó la muerte corporal para darnos la vida espiritual, de igual modo soportó la pobreza temporal para darnos las riquezas espirituales”. Esa elección divina de la pobreza y el silencio enseña a la humanidad una verdad eterna sobre Dios y sobre nosotros mismos: la grandeza auténtica va unida a la humildad. Cristo “no exigió lugar ni forzó puertas” para nacer, “no impuso Su Amor”– vino desposeído de todo, para reinar únicamente desde el amor y la verdad. Aquella silenciosa pobreza del Niño Dios, envuelto en pañales y recostado en un pesebre, es ya una predicación viva: nos urge a renunciar a la soberbia y al ruido vacío, invitándonos a la sencillez que agrada a Dios. Como enseña Santo Tomás, en quien voluntariamente se hace pobre por amor –y Cristo lo hizo en sumo grado– “la misma pobreza es señal de humildad suprema”. En la silenciosa humildad de Belén brillan, por tanto, la gloria y la omnipotencia verdaderas de Dios, que no necesitan del boato mundano sino del lenguaje humilde de la encarnación.

El silencio que habla más que las palabras

Lejos de ser mudo o inerte, el silencio de Belén es un silencio “que habla” al alma. Los pastores acudieron apresurados tras escuchar el anuncio del ángel, pero al llegar hallaron simplemente a un Niño recién nacido con su Madre, en el más absoluto recogimiento nocturno. Sin embargo, en esa callada escena supieron reconocer “el rostro auténtico de Dios”. María Santísima guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón, y José, el varón justo, acompañaba con silenciosa adoración. Los santos han visto en este silencio contemplativo un modelo para nuestra fe. “Belén es la escuela del silencio y de la contemplación”, escribe san Agustín, “de un José contemplativo y obediente, y de una María absorta y maternal que meditaba todas aquellas cosas en su corazón”. Callan las palabras para que hable el Amor. De hecho, Dios suele revelarse en el susurro suave más que en el estruendo: “El Señor está en su santo templo: ¡calle ante Él toda la tierra!” (Hab 2,20). Siglos después de Belén, san Juan de la Cruz formulará esta lección de modo sublime: “Una Palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma”. El Verbo eterno del Padre es Silencio hecho carne, y solo en el silencio interior podemos escucharlo realmente. Por eso, el Niño Dios no pronuncia discursos en su Natividad; su misma Presencia es el Mensaje. “Como entonces, [Dios] se oculta misteriosamente en un santo silencio y, como entonces, desvela precisamente así el verdadero rostro de Dios”, predicó Benedicto XVI, señalando que Cristo se nos da a conocer velado en la humildad, invitándonos a una peregrinación interior de adoración. La aparente debilidad de ese Niño que ni siquiera puede articular palabras es en realidad la omnipotencia amorosa de Dios, que “elige las cosas débiles del mundo para confundir a los fuertes” (cf. 1 Cor 1,27). En Belén, el silencio de Jesús recién nacido “habla” más que cualquier oratoria humana: nos habla del amor inefable de Dios que se abaja hasta nosotros, nos habla de la esperanza que ya no defrauda, nos habla del don de la salvación ofrecido humildemente a toda la humanidad.

Verdades eternas reveladas en la quietud de Belén

El misterio del silencio de Belén conserva toda su fuerza interpeladora en medio de nuestro siglo bullicioso. Belén nos invita a callar para escuchar a Dios, a bajar el volumen exterior e interior para captar el susurro del Verbo hecho carne. Contemplar el pesebre en silencio es dejar que nos hable el Amor supremo: Deus caritas est. Si apagamos por un momento el ruido del mundo y entramos en la gruta de Belén con la fe de María, de José y de los pastores, entonces la “gran alegría” de la Navidad (cf. Lc 2,10) inundará también nuestra alma. “Nuestro Salvador ha nacido hoy: alegrémonos. No hay lugar para la tristeza el día en que nace la Vida” – exclama san León Magno. Que el silencio sagrado de la Nochebuena rompa nuestras cadenas de ruido y pecado, destroce nuestros miedos y nos llene de la alegría y la esperanza eternas. En ese bendito silencio de Belén resuenan para siempre la “palabra de paz” y la “Buena Nueva de salvación” que Dios dirige a la humanidad. Acerquémonos, pues, en adoración silenciosa al Emmanuel, Dios-con-nosotros, y dejemos que la Verdad eterna nos hable al corazón en la suave voz del silencio.

¡Feliz y santa Navidad!

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