Al llegar a aquel lugar que nadie había querido, María y José no se miraron con con tristeza, sino con una sonrisa. Lo tomaron como se reciben las cosas que no se entienden, pero se aceptan porque vienen de lo Alto. La cueva era pobre, pero no hostil; estaba vacía, sí, pero precisamente por eso se ofrecía como espacio disponible, como seno abierto para lo que ya estaba muy cerca.
José la recorrió con su mirada callada, varonil, cuidadosa, sin pensar en sí mismo, sino en Ella, en el cansancio que había acumulado el camino, y en la noche fría que se avecinaba, y en el Niño que iba a nacer sin más resguardo que aquel abrigo improvisado. Y en su corazón, fiel y discreto, ya no brotó el deseo de haber podido ofrecer más o encontrado algo mejor: sabía que aquello era, exactamente, lo que Dios les había concedido.
María no midió el lugar; lo acogió. Sus pasos, al internarse en la cueva, no fueron de resignación, sino de consentimiento profundo, que hacía rebotar en las paredes de piedra un eco: ¡fiat! Allí donde la Niña apoyaba su pie, el suelo parecía perder aspereza, como si la tierra misma comprendiera que iba a servir para algo grandioso y, al mismo tiempo, tan delicado y pequeño. En la Virgencita no había queja, sino una gratitud serena, tan ancha que llegaba incluso a quienes Le habían cerrado sus puertas: sabía que aquel rechazo escondía un don mayor.
Y sin decir nada, con toda naturalidad, comenzaron a preparar el lugar. María se inclinó, y José, al verla, se apresuró a adelantarse, con protectora y gentil caballerosidad. Ella no insistió; se sentó, agotada, mirando con gozo el gesto humilde de su esposo: el mismo trabajo sencillo de tantas otras veces en Nazaret.
Las manos del carpintero se mancharon de polvo, y el silencio se llenó de pequeños sonidos: el roce de las telas y pañales que Maria sacaba del hatillo, el movimiento del improvisado escobón, el aliento cálido de los animales… No había prisa, pero sí atención, y, sin palabras, un entendimiento profundo, nacido de una vida compartida y de una confianza sin fisuras. Aquella cueva, juzgada indigna por los hombres, empezaba a transformarse, no por ornamentos, sino por el cuidado amoroso de quienes la habitaban.
Sin imponerse ni distraer, estaban allí los ángeles, sin reclamar asombros, acompañaban, como se corteja lo sagrado. Su presencia era casi un suspiro en el aire, un respeto silencioso ante la humanidad de la que Dios se envolvía.
José encendió el fuego con lo poco que llevaba, y el resplandor tembloroso de la llama trajo alivio al frío de la noche. Cabe la fogata compartieron su escaso alimento con una alegría tranquila, sin comentarios. María apenas probó bocado; su cuerpo y su alma estaban ya recogidos, atentos al Misterio que se aproximaba con pasitos suaves de pisadas firmes. José, como siempre, respetó Su silencio lleno, modesto, señorial.
Cuando la noche se hizo más honda, María, con ternura de esposa, pidió a José que descansara un poco. Él obedeció, como siempre, pero antes se detuvo a preparar el pesebre, como quien dispone un trono en una repentina y desvencijada cunita: acomodando los lienzos, calculando el espacio, oprimiendo el heno para ablandarlo, previindo que protegiera del frío. En ese quehacer latía toda su paternidad silenciosa, tan original, tan única, tan insuperable.
Ayudó a María a recostarse con un cuidado casi reverente, y luego se retiró a un rincón del portalico. No se durmió. Permaneció allí en oración, velando sin mirar, custodiando sin invadir, ofreciendo a Dios lo único que en ese momento podía darle: su presencia fiel.
María quedó recogida, sola y ¡tan acompañada! El establo estaba ya preparado, no por esplendores celestes, sino por el amor humano de dos corazones que habían hecho sitio a Dios con humildad y abandono absolutos. Y en aquel silencio tan hondo y verdadero, el mundo entero parecía contener el aliento, a punto de recibir a un Dios que quería nacer así: pobre, amado e ignorado.
Mons. Alberto José González Chaves
