Sobre la confusión entre el Israel bíblico y el estado moderno de Israel

Sobre la confusión entre el Israel bíblico y el estado moderno de Israel

Existe hoy entre no pocos católicos una confusión grave y persistente entre realidades que no son equivalentes: el Israel bíblico de la Revelación, el judaísmo talmúdico posterior a Cristo y el Estado moderno de Israel. Esta confusión, alentada por una lectura política de la historia sagrada y por un sionismo mal digerido en clave religiosa, conduce a errores doctrinales que afectan al corazón mismo de la fe cristiana.

El Israel del Antiguo Testamento no fue jamás una realidad meramente étnica ni política, sino un pueblo constituido por una Alianza divina ordenada a la venida del Mesías. Su elección no tenía como fin perpetuarse en la carne ni en un Estado terreno, sino preparar la Encarnación del Verbo. Con la venida de Cristo, esa Alianza alcanza su cumplimiento definitivo. Negar esto equivale a vaciar de sentido la economía de la salvación y a convertir la historia sagrada en un relato inconcluso.

La Iglesia, fundada por Cristo, es el verdadero Israel de Dios. Así lo enseña de forma constante el Nuevo Testamento y la Tradición bimilenaria: las promesas hechas a Abraham se heredan por la fe, no por la sangre; por la adhesión a Cristo, no por la pertenencia a una genealogía. Pretender que las promesas del Antiguo Testamento sigan vigentes de forma paralela y autónoma fuera de Cristo es introducir una doble vía de salvación, incompatible con la fe católica.

El judaísmo talmúdico, surgido tras la destrucción del Templo y la explícita negación de Jesucristo como Mesías, no es la continuidad del Israel bíblico, sino una religión distinta, estructurada sobre la espera de un mesías aún no venido y sobre una interpretación de la Ley separada del Logos encarnado. Confundir este judaísmo postcristiano con el Israel de la Revelación es un grave error teológico, no un gesto de caridad.

Aún más grave es identificar el Estado moderno de Israel —una entidad política nacida en 1948, producto de decisiones geopolíticas, migraciones contemporáneas y equilibrios internacionales— con el Israel bíblico. Ningún Estado moderno, sea cual sea su composición o su relato fundacional, puede reclamar para sí las promesas salvíficas de la Escritura. Hacerlo es sacralizar la política y desfigurar la fe.

El católico no está llamado a odiar a ningún pueblo ni a interpretar la geopolítica, pero sí está obligado a confesar la verdad revelada sin ambigüedades. La fidelidad a Cristo exige rechazar toda teología que, por razones ideológicas o sentimentales, sustituya el centro del cristianismo —Cristo y su Iglesia— por una mitología política revestida de lenguaje bíblico.

Confundir el Israel bíblico con el judaísmo talmúdico o con el Estado moderno de Israel no es un acto de amor ni de respeto, sino una renuncia silenciosa a la doctrina católica.

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