Iniciamos una nueva jornada de las Jornaditas de la Virgen, un camino de Adviento que nos dispone interiormente para la Navidad. No se trata solo de recordar el viaje de María y José, sino de caminar con ellos, aprendiendo a esperar, a aceptar el despojo y a preparar el corazón para la adoración del Niño que viene. Cada día nos sitúa en una etapa de este itinerario espiritual, invitándonos a avanzar con fidelidad, silencio y esperanza hacia Belén.
ORACIÓN INICIAL
Antes de comenzar el camino
Señor Dios nuestro,
Padre eterno, origen de toda promesa cumplida,
en el silencio del Adviento nos ponemos en camino ante Ti.
Sabemos adónde vamos y con Quién caminamos.
Tú has querido que tu Hijo no viniera de improviso, sino lentamente,
gestado en la fe de una Virgen,
custodiado por el silencio de un varón justo,
esperado paso a paso, jornada tras jornada.
Y en ese camino humilde nos has enseñado
que la salvación no irrumpe con estrépito,
sino que llega caminando poco a poco.
Hoy queremos acompañar a María de Nazaret,
Virgen Inmaculada y Madre creyente,
en su marcha silenciosa hacia Belén.
Queremos caminar con San José, Patriarca bendito,
varón fiel que sostiene sin poseer el misterio que salva al mundo.
Y queremos disponer el corazón
para acoger al Niño que viene,
al Verbo eterno que Se hace carne
sin exigir lugar ni forzar puertas,
sin imponer Su Amor.
Purifica, Señor, nuestra memoria,
para que el camino no sea solo recuerdo, sino conversión.
Despierta en nosotros una esperanza sencilla, capaz de alegrarse incluso en el rechazo,
y un gozo humilde que no dependa de ser consolado, sino de saberse amado.
Que estas Jornaditas nos enseñen a caminar despacio,
a no adelantar el final, ni huir del cansancio, ni cerrar el corazón.
Haznos peregrinos interiores, para que, cuando lleguemos a Belén,
no pasemos de largo, sino que sepamos adorar.
Por Jesucristo, tu Hijo, que viene a nosotros en la pobreza
y vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo,
y es Dios por los siglos de los siglos.
Amén.
La noche cae del todo. Belén queda a la espalda con sus luces apagadas para nosotros. No hay ya llamadas ni esperas; el camino se detiene a la intemperie, y, sin embargo, algo en el aire anuncia descanso.
Camino contigo, Niña mía, y descubro en tu rostro una paz nueva, como si el rechazo hubiera despejado el lugar exacto donde Dios quiere nacer. El Patriarca Nazareno observa el entorno con serena atención; no hay inquietud en sus gestos, sino decisión humilde.
—Niña mía —Te digo—, yo habría insistido una vez más. Habría llamado de nuevo. Me cuesta aceptar que aquí termine la búsqueda.
Tú miras el espacio pobre que se abre ante nosotros y me respondes con una sencillez que me desarma:
—Aquí no termina nada: comienza todo.
José se adelanta unos pasos y acondiciona el lugar, como puede. Sin palabras, cada gesto suyo es una declaración de amor.
—Padre y Señor mío —le digo—, ¿cómo se hace casa donde no hay nada?
Él me mira con firmeza suave:
—Se hace casa cuando se ama sin condiciones.
Y entonces lo comprendo: la pobreza no es ausencia de amor; es su forma más pura. Aquí no hay nada que distraiga o que compita, nada que quite espacio al Redentor Divino que está a punto de manifestarse.
—María —susurro—, tantas veces yo he esperado condiciones mejores para abrirte el corazón.
Tú sonríes apenas:
—Dios no espera condiciones sino disponibilidad.
La noche es fría, pero también clara. Las estrellas parecen más cercanas y el silencio no pesa; abraza. Y mi corazón, que tantas veces se resistió, hoy se alegra de no tener nada que ofrecer… porque así puede ofrecerse entero. Siento un gozo manso, profundo, sin euforia. Un gozo que no grita, pero que sabe. El Mesías Esperado está cerca. Ya no hay camino: solo espera.
Oración
María de Nazaret, Virgen mía, Niña del sí,
enséñame a amar la pobreza del corazón.
Cuando todo lo mío se quede corto y no tenga nada que presentar,
enséñame a ofrecerme sin reservas,
sabiendo que Dios se complace en lo pequeño y en lo escondido.
José, Padre y Señor mío,
maestro de la casa hecha con poco,
enséñame a amar con hechos sencillos,
a preparar con cuidado lo pobre,
y a custodiar con reverencia el misterio que se me confía.
Hazme hallar un gozo discreto en el deber cumplido por amor.
Y Tú, Adonai que vienes,
Salvador mío que eliges la intemperie,
Redentor Divino que no temes la noche,
entra ya en mi vida: no te ofrezco grandezas, sino mi espera.
Pimpollo a punto de abrirTe,
haz de mi corazón un portalico humilde donde Tú puedas nacer cada día.

Por: Mons. Alberto José González Chaves
