Hay momentos de la historia eclesiástica en que las almas parecen mezclarse como sombras en un vitral al atardecer, traspasadas por una misma Luz; y otros, como el hodierno – ¿lo enderezará el León, cuyo davídico XIV suscita esperanza?- en que cada tipo humano se dibuja con exuberante nitidez, emergiendo así, en el teatro bimilenario de la Iglesia, hoy tan desnortada, cuatro perfiles, no químicamente puros.
El neocón actual es, sin duda, la figura más acrobática del reparto. En el período inmediatamente anterior, de no fácil recordación, se ejercitó en un grotesco sinfín de contorsiones intelectuales que dejarían tamañitos a trapecistas, saltimbanquis y cristobitas de todo jaez. Sufrió más de cien sobresaltos doctrinales; cien boutades le irritaron la trompa de Eustaquio; le desconcertaron cien decisiones quia nominor Leo (aunque no era León); le aterraron cien nombramientos quintacolumnistas; pero, fiel a su naturaleza superestupenda, lo envolvió todo en rosado celofán hermenéutico. Su especialidad era – y es – convertir lo inaceptable en “diálogo constructivo”, el pisoteo del principio de no contradicción en “nueva perspectiva», y el cierzo esterilizante en «signo de la primavera». Ante cada choque evidentemente letal, por divisor, el neocón, enchanté, describía la colisión como “encuentro fecundo”, y cuando la brújula marcaba el sur del sur, él explicaba, con acento almibarado, que en realidad nos habían descubierto una orientación inédita, en el fondo «positiva y enriquecedora». Si es que no llegaba a pontificar, semiconvencido por su director espiritual (al que cita cada vez q puede, entornando los ojos) que se trataba de «¡las sorpresas de Dios!» Y es que, mas o menos conscientemente (según el grado de emasculación cerebral) el neocón eligió vivir en el posibilismo, esa forma sutil de auto-suavización selectiva que ya no distingue entre prudencia y renuncia. No llamará nunca al mal por su nombre, no vaya a ser que ¡horror!, se rompa la comunión estética; cincelará sofismas de imposible digestión hasta que encajen en un molde que ya no expresa la realidad, sino su miedo cerval a afrontarla: si la verdad exige un paso firme, él, trastabillante, lo mira como riesgo ecuménico más que como exigencia moral y declaración de hombría de bien. Su alma, constreñida por tanto centrifugado, desteñida y acostumbrada a amortiguar todo, ha terminado por cultivar una fe de porcelana de Sèvres, tan delicadita que solo puede contemplarse de lejos para no quebrarla, como quien teme que la verdad dicha en voz alta agriete su biscuit, celado en un fanal de mírame y no me toques. Impasible el ademán (expresión que él no usará ni por pienso), el neocón guarda una persuasión íntima que nunca formulará abiertamente: que él —precisamente él— es quien verdaderamente “siente con la Iglesia”, quien habita la franja exacta del magisterio, quien encarna la obediencia madura, «cadavérica», como aprendió en unos Ejercicios. Los demás, aunque siempre les sonría con el cuello ladeado, son espíritus errados: unos pecan por exceso: pobres exaltados; otros por defecto: no tienen formación. Menos mal que él camina sobre la línea media del Espíritu Santo, porque esotros, fuera de su pista, resbalan hacia la desobediencia, el calentón doctrinal o una sospechosa rigidez de pepinillo en vinagre, metáfora que todavía le resulta muy simpática dibujándole una sonrisa estólida. En el cedazo de su garganta, el viril clamor de verdades eternas de los Elías y Bautistas, los Hilarios y Atanasios, los Ghisleris y Sartos, se tamizó en voz de carne de membrillo.
El integral, en cambio, nunca entendió esos malabarismos: lo suyo no es contrapesar haciendo trampa con la romana, sino definir, «a la romana» de toda la vida. Alma ardiente, clara y robusta, no puede llevar a paciencia que la verdad se sirva edulcorada y con cuentagotas. Su franqueza, hoy llamada intolerancia, para muchos, sin embargo, es agua fresca en el desierto. Hay en él una nobleza antigua, sin doble fondo, un aire de cruzado desarmado pero invencible, como esos santos viejos, mitad monje mitad soldado, que preferían mil veces la intemperie a la ambigüedad, y la honra solariega al vilipendio morganático. Pero el integral también tiene sus aristas: a veces confunde claridad con brusquedad, y su sincera rectitud puede ser vidriosa. Mira la fe como una montaña que escalar, no que sinodalizar, y eso provoca nerviosismo en quienes prefieren el confort diplomático del asambleísmo y la equidistancia buenista, enemiga de riesgos alpinistas. El integral corre el riesgo de declararlo todo esencial, soslayando la jerarquía (con minúscula, ¿eh?; de convertir cada escaramuza en guerra santa; y de olvidar, a veces, que los corazones ajenos tienen ritmos propios. Aun así, en estos años de tinieblas, fue de los pocos que mantuvo encendida la lámpara sin soplarla para no molestar.
El post-progresista es otro paisaje. Es el hijo de una ilusión agotada: creyó que la Iglesia, volviéndose carne de guateque, conquistaría al mundo; y descubrió que el mundo no conquista nada que no pueda usar y tirar. Vive una especie de duelo silencioso: ha dejado atrás entusiasmos color pastel, pero le cuesta mirar de frente la amanecida gualda y encarnada: son tonos demasiado vigorosos. Se ha vuelto tan prudente y suave, tan plural, tan dialogante y empático, ¡tan Abu Dabhi y Pachamama..! Su verdad íntima es que mira el pasado reciente con secreto sonrojo, pero sin redaños para enmendarlo. Lo sabe, y en alguna noche de insomnio… se da pena. Su escepticismo con gesto de Gioconda es un modo de decir “ya veremos” que no compromete nada ni salva a nadie. Su claudicación – resignarse a morir por el fracaso de su receta – es su herida irremediablemente hemofílica: llora como mujer lo que no supo defender como hombre. No es solo víctima de una época: lo es de sí mismo. Más, detrás de su semblante cansado y en la rebotica de su aburrido y solitario corazón late aún esa esperanza titubeante de que un día la claridad vuelva a ser algo bello y no “problemático”.
Y el tradicionalista, en fin, también tiene sus sombras. Su amor a la herencia le honra, su culto al fuego sagrado lo sostiene, su viril piedad lo ennoblece; pero no siempre distingue entre tradición viva y costumbre envejecida. Su riesgo es confundir trauma con profecía: llevar dentro heridas reales, pero convertirlas en una lente universal. Su escolio es el celo amargo: vivir demasiado de agravios, de comparaciones, de un purismo que no soporta fisuras humanas. Pero, si no ha dimitido de reir, cantar y brindar, en él hay también una fidelidad entrañable: la de quien acaricia la fe con mano temblorosa y llanto escondido, con esa mezcla de dolor y perdón que conocen los que han sido marginados injustamente. Porque el tradi ha sufrido una injusticia histórica innegable: fue dejado solo. Y machacado. Y estigmatizado. Y caricaturizado. Tratado como apestado en una Iglesia donde caben todos, todos, todos, menos él, expulsado del salón de té donde se recibe con rendez vous a enemigos declarados y deletéreos. El tradi ha sido ninguneado por preservar mientras otros eran prebendados por disolver. Y aun así, él, con su familia numerosa y unida, ha seguido amando y sirviendo a la Iglesia con una perseverancia proscrita de las hojas diocesanas, como centinela que nadie aplaude, guardián que nadie reconoce, sillar que sostiene sin exhibirse ni cobrar.
Todos ellos, los cuatro tipos, con sus luces y sus grietas, caminan ahora en un clima nuevo que unos reciben con alivio y otros con un silencio que no se sabe si es prudencia o temor. Quizá en los cuatro late simplemente la misma fe y la misma gracia, pero sería un error convertir esa afirmación en coartada para la irresponsabilidad buenista y acrítica. Porque hay actitudes que fortalecen la Iglesia y actitudes que la debilitan, fidelidades que sostienen y «fidelidades» que anestesian. El horizonte de la vida eterna no nos anubla la confusión temporal.
