Por el P. Robert P. Imbelli
Si la memoria no me falla (una suposición cada vez más dudosa), mi debut teatral tuvo lugar en primer grado, cuando interpreté a un anciano veterano de la Guerra Civil. Mis primeras líneas decían: «Aquí estamos en el Decoration Day, y estoy confinado en mi cama, demasiado viejo para estar en el desfile». Habiendo alcanzado ya los ochenta y siete años, quizá sea prudente informar a una generación más joven de que el Decoration Day era el nombre de la festividad que hoy celebramos como el Memorial Day. El Decoration Day recibía su nombre de la costumbre de decorar las tumbas de quienes habían servido a su país y pagado el precio supremo.
Pero lo que evocó aquel recuerdo de hace ochenta años fue la palabra que quedó resonando en la lengua de un niño de siete: «confinado». En aquel entonces, probablemente evocaba asociaciones con el sarampión o la tos ferina y el estar tristemente «confinado» en la cama, aunque felizmente excusado de ir a la escuela. Hoy, viviendo en una residencia de jubilados, las asociaciones son más bien con andadores, sillas de ruedas y estancias hospitalarias: perspectivas y confinamientos menos agradables.
Pero incluso estos palidecen ante el «confinamiento» que se recuerda en el Evangelio de hoy, para el Tercer Domingo de Adviento. Juan el Bautista, confinado en prisión, constreñido física y espiritualmente, formula la pregunta angustiada: «¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?» (Mateo 11,3).
«Confinamiento» conlleva el sentido de estar «delimitado», «limitado», situado dentro de «fronteras». En este sentido, todos estamos «confinados»: por nuestras capacidades físicas, nuestros dones naturales y, en última instancia, por nuestra mortalidad común. Como reconoce con melancolía el salmista: «Los años de nuestra vida son setenta, u ochenta si hay vigor… pero pronto pasan y volamos» (Salmo 90,10).
Por supuesto, nosotros, hijos e hijas de Adán y Eva, con demasiada frecuencia nos rebelamos contra los límites y las restricciones, contra la mortalidad. The Denial of Death de Ernest Becker sigue siendo, incluso cincuenta años después, un diagnóstico cristalino de nuestra situación personal y cultural. Estamos cautivados por la insinuación: «No moriréis… seréis como dioses» (Génesis 3,4-5).
Así, nos esforzamos por arrancar el fruto que promete vida interminable, posibilidades ilimitadas, dominio de nuestro destino. Dante describe de manera memorable a las tres bestias —el deseo lujurioso, el poder desenfrenado y la frenética búsqueda de fama— que nos tientan y seducen con su promesa espuria, al tiempo que descarrilan nuestro camino hacia la vida verdadera.
No hace falta mucha imaginación para identificar sus encarnaciones contemporáneas más visibles. Aparecen a diario, aunque de modos diversos, en Fox y en CNN. Requiere un discernimiento más profundo confesar la propia complicidad. Por eso también nosotros imploramos con el salmista: «Enséñanos a contar nuestros días, para que alcancemos un corazón sabio» (Salmo 90,12).
Sin embargo, considerar más de cerca el «confinamiento» puede ofrecer una comprensión adicional. La palabra podría contener astutamente su propia inversión. Está, por ejemplo, ese sugestivo «con». Compartimos juntos los límites; nos tocamos unos a otros; estamos estrechamente ligados entre nosotros. Confinados, rozamos hombro con hombro —para bien y para mal—. «¡Ahí está el problema!». O quizá la solución. Tal vez incluso una apertura a la salvación.
Confinados, parecemos disminuidos, reducidos, solitarios. El confinamiento solitario es un aterrador sucedáneo del infierno. Pero al descomponer la palabra puede aparecer una realidad transformadora. «Con-finis»: un fin común. Compartimos juntos una meta, un propósito, no por naturaleza, sino por pura gracia. La gracia de Aquel que ha de venir; más aún, que siempre viene: el Cristo de Dios.
«¿Quién podrá resistir el día de su venida? ¿Quién permanecerá en pie cuando aparezca?» (Malaquías 3,2). Y ni siquiera los tonos dulces de Händel pueden suavizar la crudeza de la pregunta.
«Id y anunciad a Juan lo que veis y oís: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios. Incluso los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la Buena Nueva. Y bienaventurado el que no se escandalice de mí».
El verdadero alcance del escándalo apenas comienza a revelarse en este Domingo de Adviento. Primero debemos atravesar este tiempo de espera y el misterio asombroso de la Navidad. Debemos adentrarnos en el desierto cuaresmal y llegar temblando ante la visión de la Cruz, antes de sondear la verdadera hondura del escándalo. Allí, clavados en la contemplación del Crucificado, podremos comprender que el confinamiento extremo se ha convertido en la comunión más abarcadora: «Y cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Juan 12,32).
La Estrella de la Mañana que se eleva e ilumina nuestro camino y revela nuestra esperanza resplandece siempre en forma de cruz. Ella manifiesta la única liberación del confinamiento y de la desesperanza. En la misma epístola en la que san Pablo nos exhorta a «alegraos siempre en el Señor» (Filipenses 4,4), relata algo de su propio camino transformador. Confiesa las idolatrías del linaje y del prestigio, el celo mal orientado que estrechaba su visión e impedía su encuentro con el Dios vivo. Pues ha llegado a comprender que vivir verdaderamente es vivir enteramente en Cristo, «el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí» (Gálatas 2,20). Cristo es el fin, la meta, el propósito de Dios.
Ahora el deseo que consume a Pablo es «conocer a Cristo y el poder de su resurrección, y participar de sus padecimientos, configurándome con Él en la muerte, para llegar, si es posible, a la resurrección de entre los muertos» (Filipenses 3,10-11).
Pero esta vida nueva no es solo para Pablo. El Apóstol comparte en Cristo la llamada común a todos. El fin común —con-finis— al que toda la humanidad es convocada. No a estar meramente yuxtapuestos, viviendo en enemistad y hostilidad, sino a vivir como prójimos, y más que prójimos. A ser juntos miembros del Cuerpo de Cristo, hermanas y hermanos en el Señor —¿nos atrevemos a decirlo con audacia?— fratelli tutti en Cristo.
Y los pequeños que habitan y viven esta nueva Creación son mayores incluso que el Bautista que, desde su confinamiento, solo pudo anunciarla desde lejos.
Y así, en nuestra conmemoración de Adviento de la muerte, resurrección y ascensión del Señor, proclamamos con júbilo la venida continua del Señor glorificado: «Alegraos siempre en el Señor; en verdad, el Señor está cerca». ¡Gaudete!
Sobre el autor
Robert P. Imbelli es sacerdote de la Archidiócesis de Nueva York. Sus ensayos y reflexiones reunidos, algunos de los cuales aparecieron por primera vez en The Catholic Thing, han sido publicados recientemente con el título Christ Brings All Newness (Word on Fire Academic).
