Molesto y frustrado en la Misa

Molesto y frustrado en la Misa

Por Randall Smith

A menudo me siento molesto y frustrado en la Misa. No con la Misa en sí, entiéndase bien. Cuando me hice católico, solía irritarme bastante por la manera en que se celebraba la Misa. Pero parte de esas extravagancias de años anteriores parecen haber disminuido un poco. O quizá simplemente tengo la suerte de acudir hoy a lugares donde se celebra mejor. En su mayor parte, estoy agradecido simplemente por poder ir a Misa. Mucha gente no tiene ese privilegio, o arriesga su vida para asistir.

No, lo que me molesta y frustra es mi propia persona, porque mi mente divaga. Eso me resulta extraño y perturbador. Extraño, porque es Cristo mismo quien está presente. Perturbador, porque si no logro escuchar a Dios, ¿a quién voy a escuchar entonces?

Quiero decir: si Cristo estuviera presente no bajo las apariencias del pan y del vino, sino tal como se apareció a los discípulos en el cenáculo después de la crucifixión, ¿divagaría mi mente entonces? ¿Estaría pensando: «Vaya, es Jesús, pero ¿qué voy a almorzar?» o «Estas son palabras de vida, pero ¿me acordé de enviar ese correo a mis alumnos?» ¿Tendría que decir: «¿Cómo dice, Señor? ¿Qué dijo? Perdón, se me fue la mente»? Eso sería, como mínimo, bastante embarazoso.

Las Escrituras son las propias palabras inspiradas de Dios, y aun así mi mente divaga cuando las escucho. Si Dios se me apareciera en una visión y me dijera, como hizo con san Juan Apóstol: «¡Escucha y escribe esto!», ¿estaría yo escuchando a medias y tendría que pedirle que repitiera? ¿Dijo san Juan: «Espera, Dios, ¿qué fue eso? Perdí el hilo. Justo me acordé de un chiste gracioso que solía contar Mateo»?

¿A qué cosas divaga mi mente? Pues bien, un día estaba arrodillado durante la consagración y, mientras mi mente vagaba, pensé: «Tal vez debería escribir un artículo sobre cómo mi mente divaga en la Misa». Eso ya es perverso. Creo que el otro día oí algo sobre mantenerse despierto y «velar». Pero está borroso, porque mi mente se fue a pensar qué voy a poner en el programa del próximo semestre.

Una cosa (entre muchas) que admiro de la liturgia bizantina, y que nosotros en Occidente deberíamos considerar, es que antes de las lecturas de la Escritura el sacerdote proclama: «¡Sabiduría! ¡Estemos atentos!». Me encanta eso. Es un excelente recordatorio.

Tal vez en la Iglesia occidental necesitamos un mayor «precalentamiento» antes de las lecturas —algo que indique litúrgicamente—: «Bien, todos, respiren hondo, sacúdanse las telarañas y pongan el cerebro en su sitio. Esta es la Palabra de Dios, así que… ¡presten atención!». Quizá ese sea el propósito de tiempos preparatorios como el Adviento y la Cuaresma.

Del mismo modo, estaría bien que la homilía nos ayudara a recordar las lecturas. Mi esposa tiene un sistema de puntos para las homilías, y el sacerdote gana puntos extra si menciona todas las lecturas —muchísimos puntos si menciona el salmo del día en la homilía, cosa que, curiosamente, casi nadie hace nunca—. Esto es extraño, porque los salmos son siempre magníficos y forman parte de uno de los libros más comentados de toda la Biblia.

Pero para mí, la reverencia en la Misa consiste en recordar que el Señor está aquí, y por tanto, prestar atención. Esto es importante. Esta es la clave de toda mi vida. Sin esto, estoy perdido. Todo lo demás es, en gran medida, secundario.

Así que, ¿qué puedo decir? Es frustrante y molesto. La Misa podría celebrarse mejor; eso quizá ayudaría. Pero una lección de las Escrituras parece ser que, incluso si Jesús está en lo alto de una colina, o en una barca, o caminando entre la multitud por la calle, yo debería aguzar el oído y el alma para escuchar. Pero no lo hago.

Quizá el problema sea, como dice T. S. Eliot, que «la humanidad no puede soportar demasiada realidad». Es cierto; hay días en los que me deja sin aliento pensar que el Dios de toda la Creación se preocupa lo suficiente como para hablarnos, y eso resulta casi excesivo. Espera, ¿hizo qué? ¿Dios encarnado tocó a alguien? ¿Lloró? ¿Murió en una Cruz? A veces, simplemente me funde todos los circuitos.

Pero, por mucho que me gustaría decir que el problema siempre está ligado a algún asombro metafísico profundo, la verdad es que tampoco escucho muy bien a mis vecinos, y eso desde luego no se debe a ningún asombro metafísico. Es simplemente pereza mental y falta de concentración. Ojalá pudiera lograr que mi cerebro «hablara menos y escuchara más», y que «buscara primero comprender y luego ser comprendido», como suelen aconsejar. Pero mi cerebro es notoriamente poco cooperador.

En su obra The Journey of the Mind into God, san Buenaventura se pregunta por qué no todo el mundo reconoce en todo momento que Dios está presente en la Creación. Su respuesta es que nuestras mentes se ven atraídas por otras cosas. Lo que necesitamos, dice Buenaventura, es humildad. Y sin duda tiene razón.

Así que supongo que debería ir a Misa y hacer una oración, algo así como esto:

Señor, aquí estoy, esperando y rezando para que el Espíritu Santo ore en mí y a través de mí; esperando que mi deseo de agradarte te agrade; esperando que si, durante las partes largas de la plegaria eucarística, empiezo a pensar si ese paquete de Amazon estará en la puerta cuando vuelva a casa, no lo tomes a mal. Simplemente me cuesta apagar todo el ruido de mi cabeza. Pero estoy trabajando en ello. Aunque mi mente divague, y aun cuando no preste atención cuidadosa a todo lo que has dicho, espero que lo entiendas: sigues siendo el Número Uno y lo más importante en mi vida.

Y luego solo me queda intentar convencer a mi esposa de lo mismo.

Sobre el autor

Randall B. Smith es profesor de Teología en la Universidad de St. Thomas en Houston, Texas. Su libro más reciente es From Here to Eternity: Reflections on Death, Immortality, and the Resurrection of the Body.

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