Que la televisión generalista española La Sexta —a través de su programa La Sexta Columna— haya dedicado parte de su programa a explicar el auge de la Misa tradicional no es un detalle menor. Es, más bien, una señal de que un fenómeno que hasta hace poco se consideraba marginal empieza a ser lo bastante visible como para entrar en el radar de los medios generalistas, y además con una objetividad mayor de la previsible.
Un dato relevante del reportaje no es solo el enfoque, sino la constatación explícita del fenómeno desde dentro de la propia jerarquía. El presidente de la Conferencia Episcopal Española, Luis Argüello, hizo esta declaración en el propio programa: «los movimientos juveniles que más crecen son, precisamente, los vinculados a la liturgia tradicional». No se trata de una impresión externa ni de una lectura interesada, todas instancias son conscientes del fenómeno.
Junto a Argüello, el espacio recabó opiniones de «expertos» más o menos orientados como Cristina López Schlichting y Jesús Bastante. Pero el hecho merece subrayarse por un motivo simple: ninguno niega ya la existencia del fenómeno. Con matices y enfoques distintos, el punto de partida quedó fuera de discusión: hay un crecimiento real, especialmente entre jóvenes, y hay un interés social y eclesial que ya no se puede despachar con tópicos.
El programa recogió algunas de las claves que explican por qué esta liturgia atrae. Se habla de una mayor presencia de hombres en estas celebraciones, de la búsqueda de una diferenciación más clara entre lo sagrado y lo profano, y del atractivo de un ritual bimilenario que conecta con la continuidad histórica de la Iglesia. Para muchos jóvenes —y especialmente para familias jóvenes— el valor está ahí: no en una experiencia “a medida”, sino en algo recibido, estable, objetivo, que no depende del gusto del celebrante ni del clima cultural del momento.
En España, el fenómeno todavía no ha estallado de forma masiva. Existe, sí, una realidad creciente, pero concentrada: hitos como la peregrinación a Covadonga, y capillas o parroquias puntuales con una vida litúrgica y comunitaria notable. Aun así, todo indica que la tendencia está lejos de agotarse. En buena medida, todavía está empezando.
Fuera de nuestras fronteras el patrón ya es conocido. En Francia, en Estados Unidos y en otros países, la extensión de la liturgia tradicional ha ido acompañada de un dato pastoral difícil de ignorar: seminarios que vuelven a llenarse allí donde esta forma litúrgica ha encontrado espacio y normalidad. No es el único factor, pero sí un indicador recurrente: donde la liturgia se vive con densidad, hay más disponibilidad vocacional; donde se diluye el misterio, la llamada se vuelve más rara y frágil.
Que los medios generalistas empiecen a intuirlo es, de algún modo, un signo “irremediable” de que esto viene con fuerza. La agenda eclesial también lo refleja: el consistorio de cardenales del 7 y 8 de enero abordará este tema. Y mientras tanto, en el terreno cultural —que hoy pasa en gran parte por lo digital— el contenido asociado a la Misa tradicional acumula millones y millones de impactos en redes sociales, con una presencia especialmente intensa en generaciones jóvenes.
En el fondo, este retorno litúrgico expresa algo más profundo: una corrección generacional. Muchos jóvenes perciben que se heredó una forma de celebrar que, con frecuencia, se volvió blanda, excesivamente horizontal, superficial en símbolos, y pobre en lenguaje sagrado. Cuando la liturgia se convierte en una conversación informal o en un acto indistinguible de cualquier reunión social, deja de ofrecer lo que promete: trascendencia, misterio, orientación de la vida hacia Dios.
Eso ha tenido consecuencias. No solo en la estética o en la experiencia subjetiva, sino en la capacidad de engendrar vocaciones y de proponer una identidad cristiana robusta. Una liturgia que rebaja continuamente el listón tiende a producir comunidades debilitadas, con menos impulso misionero y menos atractivo para perfiles amplios. La percepción de muchos jóvenes es que esa dinámica ha contribuido a vaciar seminarios y a empobrecer la vida eclesial.
La Misa tradicional aparece, para ellos, como lo contrario: silencio, trascendencia, belleza objetiva, disciplina y un lenguaje simbólico que no pide permiso a la época. No ofrece una experiencia “personalizada”; ofrece un marco que educa, exige y sostiene. Y precisamente por eso, en un tiempo de dispersión y fatiga cultural, resulta extrañamente liberador.
Por todo ello, el retorno de la liturgia tradicional no parece una moda pasajera ni un capricho minoritario. Es un síntoma de cambio de ciclo. Y la pregunta que se abre para la Iglesia en España ya no es si existe este fenómeno —porque incluso en La Sexta se ha narrado con claridad y con la propia declaración de Argüello dentro del programa—, sino cómo sabrá encauzarlo: con inteligencia pastoral, sin caricaturas y sin miedo a reconocer que, para una parte creciente de la juventud católica, la tradición no es un refugio, sino una promesa de futuro.
