Por David G. Bonagura, Jr.
Un punto de inflexión es un acontecimiento que inaugura un cambio sustancial, como las batallas de Saratoga y Gettysburg o la jugada sorpresa “Philly Special” de los Eagles en la Super Bowl LII. El cambio es decisivo: el futuro toma un rumbo inesperado que no habría sucedido de otro modo. Sus sinónimos —clímax, hito, parteaguas— carecen del elemento esencial de iniciar algo nuevo que podría no haber sido.
Con el Adviento nos preparamos para el mayor punto de inflexión que el universo haya visto jamás: la Encarnación del Hijo de Dios. El mundo languidecía en el pecado, sin esperanza, sin perspectivas de renovación. “Todas las cosas cansan”, lamenta el Libro del Eclesiastés. “Lo que fue, eso será; lo que se hizo, eso se hará: nada hay nuevo bajo el sol” (1,8-9).
El nacimiento de Cristo alteró para siempre la historia humana. Ya no hay política sin un fin. Ya no hay sufrimiento sin sentido. Ya no hay muerte sin la perspectiva de una vida mayor que ha de venir.
“Ahora sabemos el camino que los seres humanos hemos de recorrer en este mundo”, escribió el Papa Benedicto XVI en su primer volumen de Jesús de Nazaret. “Jesús ha traído a Dios y, con Dios, la verdad sobre nuestro origen y destino: la fe, la esperanza y la caridad. Solo por la dureza de nuestro corazón pensamos que esto es poco”.
No podemos reconocer un punto de inflexión hasta ver el punto final, que permite evaluar el pasado con una nueva perspectiva. El Adviento nos ayuda a prepararnos para el punto de inflexión del universo comenzando por el punto final: la segunda venida de Cristo. Porque Él vendrá nuevamente con triunfo para juzgar a vivos y muertos, sabemos que su primer Adviento cambió para siempre el rumbo de la historia. El Ungido de Dios, destinado a reinar en el cielo y en la tierra con esplendor, nace en Belén para que tengamos vida y vida en abundancia.
En Cristo sabemos que el mal no tiene la última palabra —aunque, por desgracia, aún tenga mucho que decir—. De la madera del pesebre a la madera de la Cruz, Él nos muestra el camino. “Si sigues la voluntad de Dios —continúa Benedicto—, sabes que, pese a todas las cosas terribles que te sucedan, nunca perderás un refugio definitivo”. Jesús es Emmanuel: Dios con nosotros, en las buenas y en las malas, incluso cuando el sufrimiento quiere desgarrarnos.
El calendario occidental coloca el punto de inflexión del universo en su centro. Los años de la antigüedad se cuentan hacia atrás hasta su Adviento —el tiempo “antes de Cristo”—. Una nueva era amaneció con su nacimiento —los años del Señor, anni Domini—, y el tiempo se cuenta ahora hacia adelante. Los años cesarán cuando irrumpa el segundo Adviento.
Los puntos de inflexión, sin embargo, son cuestión de interpretación. Donde el cristiano ve la reconstitución de la creación en Cristo, el no creyente no ve nada. A medida que estos no creyentes han ganado poder en Occidente, han impuesto su ceguera al calendario: en lugar de distinguir los años “a.C./d.C.”, insisten en “AEC/EC”, es decir, “Antes de la Era Común” y “Era Común”, contando los años del mismo modo, pero con etiquetas sin sentido.
Y lo son: no hay nada que distinga el año 1 AEC del 1 EC. Nada ocurrió para hacer que el segundo fuera “común”. Para un no creyente, esos años son tan comunes como los anteriores y los posteriores. En realidad, el sistema AEC/EC es una recreación moderna del Eclesiastés: sin Cristo, no hay nada nuevo bajo el sol.
Es tentador pensar que los puntos de inflexión de “otro juego” no nos afectan. Consideremos Saratoga y Gettysburg: estamos casi a 250 y 160 años de distancia, respectivamente, pero la vida de nuestra nación —y, en consecuencia, nuestras propias vidas— quedó alterada irremediablemente por las victorias que hicieron posibles esas batallas. Incluso la Super Bowl cambió fortunas, tanto financieras como personales. Esto es aún más cierto para la Encarnación, cuyas consecuencias transformaron todos los ámbitos del mundo: desde la ley y el gobierno hasta la educación, la vida familiar, el ocio y las obras de caridad.
El Proyecto Moderno ha intentado encontrar un nuevo punto de inflexión en la historia que no sea Cristo. Tal vez el Renacimiento, o la Ilustración, o la Revolución Francesa, o la Revolución Industrial, o la Revolución Sexual. Cada una ha producido nuevos dioses: individualismo, libertad, democracia, dinero, placer.
Ninguno de estos dioses nos ha liberado del problema fundamental del mundo: el pecado humano. Solo Dios lo ha hecho. En la práctica, la medida de este impacto ha sido limitada por la dureza de nuestro corazón, como bien señalaba Benedicto. Es decir, el pecado sigue existiendo. Pero la medida de la caridad en el mundo —el amor de los esposos, de las familias, de los pobres, de los huérfanos, de los ancianos— apunta al Dios que transformó el mundo al habitar entre nosotros.
Y podría hacer aún más si lo dejáramos. El Adviento de Dios nos muestra el camino: “Aunque existía con la naturaleza de Dios, [Cristo Jesús] no consideró como presa codiciable su igualdad con Dios, sino que se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres” (Filipenses 2,6-7).
El anonadamiento de Cristo, su kenosis, en la Encarnación es el punto de inflexión del universo. Si permitimos que el Niño del pesebre rompa nuestros corazones endurecidos, podremos despojarnos del orgullo y llenarnos de su amor. Entonces podremos seguirlo hasta nuestro punto final: la Casa del Padre.
Sobre el autor
David G. Bonagura, Jr. es autor, recientemente, de 100 Tough Questions for Catholics: Common Obstacles to Faith Today, y traductor de Jerome’s Tears: Letters to Friends in Mourning. Profesor adjunto en el Seminario de St. Joseph y en Catholic International University, es editor de religión en The University Bookman, una revista fundada en 1960 por Russell Kirk. Su sitio web personal está disponible aquí.
