La referencia a la Sagrada Familia como paradigma de la inmigración contemporánea se ha convertido en un recurso habitual en determinados discursos eclesiales. Sin embargo, no todo paralelismo es legítimo, ni toda analogía es inocente. La reciente afirmación de Mons. Luis Argüello, comparando el nacimiento de Cristo en Belén con la situación actual de la inmigración irregular en España y otros países occidentales, vuelve a poner sobre la mesa una confusión que no es menor: la instrumentalización de un misterio central de la fe cristiana para respaldar una determinada agenda sociopolítica.
María y José no eran inmigrantes en el sentido moderno del término. No huían de su patria, no cruzaban fronteras de manera irregular ni se establecían en tierra ajena. Se desplazaban dentro de su propio pueblo, en cumplimiento de una obligación legal —el censo— y buscaban alojamiento dispuestos a pagarlo. Que no encontraran posada no fue fruto de un rechazo ideológico ni de una estructura injusta, sino de una circunstancia concreta que la Providencia permitió para que el Hijo de Dios naciera en la pobreza y la humildad.
Equiparar este hecho salvífico con fenómenos migratorios masivos, desordenados y, en muchos casos, promovidos por intereses políticos y económicos ajenos al bien común, no solo es una simplificación grosera: es una deformación del sentido del Evangelio.
El pesebre no legitima cualquier relato
El nacimiento de Cristo en un establo no es una denuncia sociológica ni un manifiesto político. Es un misterio teológico. El Verbo se hizo carne para redimir al hombre del pecado, no para ofrecer categorías interpretativas a debates contemporáneos complejos que requieren prudencia, realismo y justicia.
Cuando se afirma que “hoy tampoco hay sitio en la posada” para justificar lecturas actuales sobre inmigración, se corre el riesgo de vaciar el misterio de la Encarnación de su contenido sobrenatural y reducirlo a un símbolo utilizable según la conveniencia del momento. La pobreza de Belén no es intercambiable con cualquier situación de precariedad moderna, ni la caridad cristiana puede confundirse con la aceptación acrítica de procesos que afectan gravemente a la cohesión social, cultural y espiritual de las naciones.
La doctrina social de la Iglesia habla con claridad de la dignidad de toda persona, pero también del deber de los Estados de regular los flujos migratorios, proteger el bien común y garantizar el orden. Silenciar uno de estos polos para enfatizar solo el otro no es doctrina católica: es ideología.
Caridad sin verdad no es caridad
La Iglesia no está llamada a repetir consignas ni a bendecir narrativas dominantes, sino a iluminar la realidad con la verdad de Cristo. Utilizar a la Sagrada Familia como argumento retórico en debates políticos contemporáneos no ayuda ni a los fieles ni a los propios inmigrantes. Al contrario: trivializa el misterio cristiano y confunde las conciencias.
La Encarnación nos enseña humildad, obediencia a Dios y confianza en la Providencia. Nos llama a la caridad personal y concreta, no a la manipulación simbólica de los dogmas. Defender la fe implica también defender su recta interpretación.
