Hay gestos que delatan más que cien homilías o mil documentos sinodales. En la liturgia, los gestos no son neutrales: confiesan.
El obispo Michael Martin, llegado a Charlotte (EE. UU.) en 2024, no fue nombrado para reconstruir una diócesis en ruinas. Todo lo contrario. Recibió una Iglesia local rebosante de vocaciones, parroquias llenas, fieles jóvenes, familias numerosas y una piedad eucarística visible, pública y sin complejos. Una diócesis que funcionaba. Y ya se sabe: en determinados ambientes eclesiales, eso resulta imperdonable.
Desde su llegada, la hoja de ruta ha sido clara: asfixiar la Misa tradicional, hostigar a comunidades fervorosas y, como último episodio, prohibir los comulgatorios y la comunión de rodillas. El problema, se nos dice, no es la irreverencia contemporánea —esa que campea sin freno—, sino la devoción “excesiva” de unos fieles convenientemente etiquetados como ultras.
Para entender qué está ocurriendo en Charlotte y encontrar el origen de esta obsesión contra la comunión de rodillas, me ha parecido interesante observar cómo el propio obispo Martin celebra la Santa Misa. Véanlo ustedes mismos.
Tras pronunciar las palabras de la consagración, sostiene la Hostia consagrada con una sola mano y, sin recogimiento alguno, la eleva apenas unos centímetros, manteniéndola siempre por debajo de su barbilla. No hay verdadera elevación, sino un gesto mínimo y desdeñoso. No hay adoración visible, sino contención. No hay solemnidad, sino incomodidad. Da la impresión de que algo le molesta, de que algo le pesa, de que algo —literalmente— le quema.
El contraste es difícil de ignorar: obsesión casi patológica con quienes se arrodillan, persecución sistemática de la tradición, alergia manifiesta a toda forma de reverencia… y, al mismo tiempo, una relación corporalmente tensa con el Santísimo Sacramento. Mucha vigilancia sobre las posturas de los fieles y muy poca atención a la propia postura interior.
Los Padres de la Iglesia enseñaban que el cuerpo reza lo que el alma cree. Y cuando el cuerpo evita, se retrae o reduce el gesto al mínimo indispensable, es legítimo preguntarse qué está ocurriendo en lo más profundo.
Quizás es que cuando no se cree… o cuando se cree, pero lo que se sostiene interpela demasiado las propias contradicciones, elevar a Cristo resulta profundamente incómodo.
Porque hay fuegos que iluminan.
Y hay fuegos que queman.
