A los 75, a la estantería: la Iglesia y su extraña afición a jubilar el carisma

A los 75, a la estantería: la Iglesia y su extraña afición a jubilar el carisma

Hay una forma muy eficaz de desperdiciar talento: fijar por decreto la fecha de caducidad. Y en la Iglesia lo hacemos con una serenidad burocrática que ya la quisieran en la Seguridad Social. A los 75 años, el obispo presenta la renuncia. No porque esté incapacitado. No porque haya perdido la fe, la cabeza o la voz. Simplemente porque cumple años. Como si el Espíritu Santo —perdón: el calendario— soplara con especial intensidad en las velas del 75.

La idea, además, viene con etiqueta de “reforma” moderna: se consolidó en la época de Pablo VI, cuando se decidió que lo pastoral debía llevarse con el mismo entusiasmo con el que se gestionan las jubilaciones en una ventanilla. Queda muy razonable en papel: “renuncie a los 75”. Lo que no queda tan razonable es la pregunta obvia: ¿por qué 75? ¿Por qué no 72, 78 o “cuando ya no puedas con el alma”? La respuesta real suele ser una mezcla de pragmatismo, control y uniformidad. Y la consecuencia es igual de real: se apagan pastores en su mejor etapa de gobierno.

La teología del DNI

El problema no es que exista la renuncia. El problema es el automatismo mental que se ha instalado: a determinada edad, el pastor se convierte de golpe en “jarrón chino”. De un día para otro, el obispo pasa a ser ese señor venerable al que se le organizan homenajes, se le imprime un librito con fotos y se le pone a descansar… aunque por dentro siga teniendo claridad, experiencia, autoridad moral y pulso pastoral.

Y aquí conviene decirlo sin anestesia: muchos hombres alcanzan su madurez intelectual y espiritual real entre los 60 y los 80. A esa edad ya han visto de todo, ya no se dejan impresionar por el activismo, distinguen lo importante de lo urgente y, si son santos, han aprendido incluso a callar cuando conviene. Justo cuando por fin podrían gobernar sin complejos (perdón), los mandamos al retiro para que “disfruten”.

¿Disfruten de qué? ¿De ver cómo su sucesor deshace medio episcopado en dos años? ¿De observar desde la barrera cómo la diócesis se convierte en laboratorio?

La norma que solo cae sobre unos

Y luego está lo más divertido: no aplica a todos.

No obliga al Papa.

No obliga al Superior General de los jesuitas.

No obliga al prelado del Opus Dei (con matices canónicos y prácticos: no funciona como el régimen de un obispo diocesano).

Sí obliga al obispo. Siempre. Por defecto. Por edad.

Es decir: la regla se presenta como “prudencia”, pero funciona como filtro selectivo donde algunos cargos pueden seguir mientras otros se reemplazan con disciplina de reloj suizo. Si la edad fuera intrínsecamente incapacitante, lo sería para todos. Pero como no lo es, lo que tenemos es otra cosa: un mecanismo administrativo para gestionar relevos.

Y claro: si es gestión de relevos, entonces lo que se premia no es necesariamente la santidad ni la paternidad espiritual, sino la capacidad de encajar en el sistema.

“Padres espirituales” convertidos en “padrastros”

En la captura que circula (y que vale más que muchos informes sinodales), alguien resumía con una frase brutal lo que está pasando también con los sacerdotes: moverlos cada X años —la mentalidad de “rotación” permanente— termina convirtiendo a los pastores en padrastros. No hay arraigo, no hay paternidad larga, no hay memoria compartida. Hay “destinos”.

Con los obispos pasa algo parecido: la diócesis deja de ser familia y se vuelve organigrama. Cambias al padre a los 75, cambias a los curas cada pocos años, y luego nos preguntamos por qué hay comunidades sin identidad, sin continuidad, sin tradición viva. Pues porque se gobiernan como si fueran franquicias.

¿Qué sería lo sensato?

Lo sensato sería lo que la Iglesia siempre ha sabido hacer cuando no se deja hipnotizar por la modernidad: discernir personas, no edades.

Mantener la renuncia a los 75 como posibilidad, no como rito automático.

Evaluar de verdad: salud, capacidad, frutos, estabilidad diocesana, necesidad de continuidad.

Evitar el reemplazo por “turno”, como si el episcopado fuera una carrera administrativa.

Porque si no, el mensaje implícito es devastador: la experiencia estorba, la paternidad molesta, y la autoridad se tolera mientras sea joven y gestionable.

Y al final lo que queda es una Iglesia que presume de tradición… pero organiza sus relevos con un espíritu sorprendentemente cercano al de cualquier institución que desconfía del hombre y prefiere confiar en la norma.

A los 75, gracias por los servicios prestados. Ahora, por favor, haga sitio. El talento —y la cruz— ya los gestionará otro. Aunque no sepa. Aunque no pueda. Aunque aún no haya aprendido a ser padre.

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