Cada vez que tengo conocimiento de un abuso sexual cometido contra un niño o una niña siento que algo en mi interior se resquebraja. Pienso en cómo alguien ha dañado lo más sagrado de una persona indefensa, ha quebrado su dignidad y ha puesto en grave riesgo el desarrollo de una personalidad aún incipiente.
Pero cuando ese abuso es cometido por una persona consagrada —un religioso, un sacerdote, un pastor de almas— esa sensación va mucho más allá: hace tambalear mis propias estructuras, mis convicciones más profundas como creyente.
Pienso, ante todo, en el alma de ese niño o de esa niña que quizá se acercaba a Dios buscando amor, consuelo o sentido, y que en su lugar se encontró con el rostro del mal. En lugar del amor de Dios, el espíritu del diablo. Pienso también en sus padres y me pongo en su lugar: ¿qué sentiría yo si algo así le ocurriera a uno de mis hijos? Es una pregunta que no tiene respuesta posible sin que el corazón se rompa.
Y me dirijo a Dios preguntándole por qué permite que esto ocurra dentro de una institución cuya misión es precisamente acercar las almas a Él. No desde la rebeldía, sino desde el desconcierto y el dolor.
Pienso también en el agresor, y acuden a mi memoria aquellas duras palabras de Jesús en el Evangelio: «Al que escandalice a uno de estos pequeños, más le valdría que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojasen al mar». Y aun así, desde mi fe, pido al Señor que le conceda la gracia del arrepentimiento verdadero: que sea capaz de reconocer el horror cometido, de pedir perdón y de intentar, en la medida de lo posible, restituir el daño causado.
No puedo dejar de pensar tampoco en quienes, teniendo conocimiento de estos hechos, los ocultaron o no hicieron nada por prevenirlos o corregirlos, creyendo que era mejor taparlos para evitar el escándalo. También por ellos rezo, para que sean conscientes de su responsabilidad en el daño infligido a esas almas ingenuas y buenas, a las que ahora les espera un futuro marcado por heridas profundas y difíciles de curar.
Y finalmente me pregunto si yo soy mejor que ellos. Qué puedo hacer yo para ayudar, para colaborar en limpiar estas manchas que se producen dentro de la Iglesia de Cristo. Recuerdo entonces unas palabras de san Josemaría Escrivá que durante años me costó aceptar: «Todos somos capaces de cometer los mayores errores y los mayores horrores». Y es verdad. Nadie puede sentirse a salvo si no lucha, si no se esfuerza cada día por vivir de acuerdo con sus principios. Por eso rezo también por mí y por los míos, para que el Señor nos mantenga fieles a su palabra.
Pero no basta con la oración. La oración es imprescindible, sí, pero debe ir acompañada de decisiones firmes y valientes. Las organizaciones religiosas tienen la obligación moral y humana de adoptar todas las medidas necesarias para evitar que estos horrores sucedan. Y si, por desgracia, vuelven a producirse, deben actuar con rapidez, transparencia y justicia: volcarse en el cuidado y acompañamiento de las víctimas y de sus familias, poner todos los medios para intentar sanar una herida tan profunda, y apartar definitivamente del servicio a quienes han demostrado ser un peligro para los demás.
Callar, minimizar o mirar hacia otro lado nunca puede ser una opción. La dignidad de un solo niño lo exige todo.
