La Iglesia tiene derecho a hablar de política. Más aún: tiene el deber de hacerlo cuando están en juego los fundamentos morales de la vida social. Pero ese derecho no se agota en el comentario coyuntural ni se realiza plenamente cuando el discurso eclesial se limita a acompañar —o corregir levemente— el debate político tal como lo formulan los actores del sistema. En ese punto, la palabra de la Iglesia corre el riesgo de perder densidad, fuerza profética y capacidad de orientación real de las conciencias.
Las recientes intervenciones de responsables de la Conferencia Episcopal han vuelto a situar a la Iglesia en el foco del debate público. No es ese el problema. El verdadero interrogante es otro: ¿qué tipo de palabra está ofreciendo hoy el episcopado a una sociedad profundamente desorientada? ¿Una palabra doctrinal, estructural y formativa, o un comentario más —bienintencionado, sin duda— dentro de un marco político agotado?
Porque el problema de fondo no es quién gobierna ni si conviene adelantar o retrasar unas elecciones. El problema es el propio sistema político y cultural en el que esas elecciones se producen. Un sistema que muestra signos evidentes de corrupción estructural, no solo en el sentido penal del término, sino en su incapacidad para ordenar la vida social al bien común, proteger a los más vulnerables y garantizar las condiciones mínimas para una vida digna.
Basta mirar la realidad de los jóvenes. No se trata únicamente de precariedad laboral o de salarios insuficientes. Se trata de algo más profundo: la imposibilidad práctica de formar un hogar, de proyectar una vida estable, de fundar una familia. El debate sobre la vivienda —tardío, mal planteado y frecuentemente ideologizado— toca, sin embargo, un punto decisivo: sin base material no hay familia, y sin familia no hay sociedad que se sostenga. Resulta llamativo que este diagnóstico, tan evidente en la vida cotidiana, apenas encuentre una formulación doctrinal clara y constante en el discurso episcopal.
Algo similar ocurre con el aborto y la eutanasia. A menudo se los trata como “temas éticos” entre otros, cuando en realidad son síntomas extremos de una civilización que ha perdido el sentido del valor intrínseco de la vida humana. No estamos ante debates técnicos o legislativos, sino ante una antropología rota. Y una antropología rota no se corrige con declaraciones puntuales, sino con un magisterio firme, reiterado y pedagógico que ayude a comprender qué tipo de sociedad estamos construyendo y a qué precio.
El riesgo de permanecer en la superficie es evidente. Cuando la Iglesia no ofrece un diagnóstico profundo, otros llenan ese vacío con categorías ajenas a su misión. Así, el debate acaba deslizándose hacia un eje derecha–izquierda, PP–PSOE, que no solo es intelectualmente pobre, sino pastoralmente estéril. Ese marco no interpela las raíces del problema ni permite formular una alternativa cristiana reconocible; simplemente encierra la voz eclesial en una lógica que no es la suya.
No se trata de pedir silencio a los obispos, sino exactamente lo contrario: pedirles más palabra, pero una palabra distinta. Menos reactiva y más profética. Menos dependiente de la agenda política y más enraizada en una visión cristiana del hombre, de la sociedad y del poder. Una palabra que no tema incomodar, porque no busca el aplauso ni la corrección política, sino la verdad.
La Conferencia Episcopal no está llamada a arbitrar entre partidos ni a modular el calendario electoral. Está llamada a formar conciencias, a iluminar las estructuras sociales desde la Doctrina Social de la Iglesia y a señalar, con claridad y sin ambigüedades, cuando un sistema entero se aleja de los principios básicos de la dignidad humana, la justicia y el bien común.
La verdadera valentía episcopal no consiste en alinearse con un bloque político ni en evitar la polémica. Consiste en decir la verdad completa, también cuando esa verdad desborda los marcos ideológicos disponibles y deja en evidencia la pobreza moral del debate público. Solo desde esa profundidad doctrinal la palabra de la Iglesia recupera su peso, su autoridad y su capacidad de orientar una sociedad que, más que opiniones, necesita fundamentos.
