El origen de la Iglesia y su culminación se encuentran en el eterno amor de las tres Personas del único Dios uno y trino. Por tanto, en la Iglesia está presente la Voluntad del Padre, la Palabra del Hijo y la Acción del Espíritu Santo.
Voluntad, Palabra y Acción que pueden resumirse en un propósito de amor de Dios con toda su creación, especialmente el hombre “única criatura que Dios ha querido por sí mismo” (Gaudium et Spes, C.V.II). El hombre es una criatura a la que Dios ha creado, a la que ha redimido y a la que espera –unido a todos los elegidos- en la Iglesia celestial, en las fastuosas bodas del Cordero al final de los tiempos.
La nota de la Unidad es tan importante en la Iglesia militante, que el mismo credo niceno-constantinopolitano nos la indica como la primera de sus características. La Iglesia, por tanto, es (debe ser) Una, como presupuesto esencial para que de ella puedan afirmarse sus restantes caracteres: Santa, Católica y Apostólica. Sin la unidad, difícilmente podemos hablar de santidad (habría actitudes soberbias), de universalidad (habría divisiones) y apostolicidad (habría falsos apóstoles).
Cristo no fundó varias iglesias, sino una sola. Cristo murió, recuerda Juan:
“para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn. 11,52).
Y quiso reunir a todas sus ovejas en un solo redil:
“también tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ellas tengo que llevarlas y escucharán mi voz y habrá un soplo rebaño y un solo pastor” (Jn. 10,16)
Señala el teólogo José Antonio Sayés:
“Pues bien, esa unidad que Cristo ha hecho posible no es otra que la unidad de la Iglesia. Por eso entiende el Concilio Vaticano II que la Iglesia es instrumento o sacramento de “la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (L.G. 1). Hay una vocación de unidad de toda la humanidad, ya desde el inicio por el designio creador de Dios en Cristo, pero ahora, esa unidad, rota por el pecado, encuentra en la Iglesia el instrumento de la unidad que la humanidad no puede seguir jamás por sus propias fuerzas” (José Antonio Sayés. La Iglesia de Cristo).
La Iglesia -sacramento general de salvación, donde Dios se anuda con el género humano-, debe estar necesariamente unida, pues ese fue el gran deseo de Jesús –el último anhelo de Nuestro Señor- antes de su partida de entre nosotros.
En efecto, es especialmente significativo (y emotivo), que las últimas palabras de Jesús a sus discípulos en la última cena, antes de encarar el drama de su pasión y muerte en la cruz, hayan sido una poderosa llamada a la unidad entre ellos. Leemos en Juan que el Señor, en su grandiosa Oración Sacerdotal, apela de una manera insistente a que sus discípulos (los de entonces, los de hoy y los de siempre) permanezcan unidos en torno a Él.
“No ruego por éstos solamente, sino también por los que crean en mí por medio de su palabra: que todos sean uno; como tú Padre en Mí y yo en Ti, que también en nosotros sean uno, para que el mundo crea que tú me enviaste. Y yo les he comunicado la gloria que Tú me has dado, para que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y Tú en mí, para que sean consumados en la unidad; para que conozca el mundo que tú me enviaste y les amaste a ellos como me amaste a Mí” (Jn. 17,20).
Y esa unidad no sólo sería de naturaleza puramente espiritual, pues el Señor nos dejó una Iglesia Visible, con una jerarquía establecida por voluntad divina, y cuyo cabeza dirigente en la tierra sería el apóstol Pedro y sus sucesores:
“Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt. 16,18).
Pedro, por tanto, es y será para el futuro la roca en la tierra donde se cimenta esa unidad que Cristo quiso para su Iglesia, siendo el mismo Cristo “su piedra angular” (Hch. 4,11). Pedro detentará en la iglesia militante el poder en general “las llaves del Reino de los Cielos” (Mt. 16,19) (Is. 22,22); no sólo la autoridad definitiva en las cuestiones doctrinales (pues a él le fue encomendada por el Señor la misión de “confirmar la fe de los hermanos” (Lc. 22,32), sino también de dirección y gobierno (de “pastorear el rebaño” (Jn. 21, 15-17).
Como señala la Constitución sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II, Lumen Gentium (18):
“Mas, para que el episcopado mismo fuese uno solo e indiviso puso (Cristo) al frente de los demás Apóstoles a San Pedro y él mismo estableció el principio y fundamento perpetuo y visible de la fe y comunión”.
Y añade que:
“los obispos, sucesores de los Apóstoles, junto con el sucesor de Pedro, Vicario de Cristo y cabeza de toda la Iglesia, rigen la casa del Dios vivo”.
Pero la llamada a la unidad, por la importancia de la misma, es recordada también por San Pablo en sus Cartas. Leemos en Filipenses, justo antes del maravilloso himno cristológico del capítulo segundo donde expresará la Kenosis y la gloria de Jesús, una humilde petición a esa comunidad cristiana (y a todas), centrada en la unidad:
“colmad mi gozo, de suerte que sintáis una misma cosa, teniendo una misma caridad, siendo una sola alma, aspirando a una sola cosa” (Fil. 2,2).
Una entrañable unidad en la caridad. Pero esa unidad espiritual exige la fidelidad a la doctrina recibida, y por ello el gran deseo de San Pablo, como expresa en la Epístola a los Efesios, fue que aquella comunidad permaneciera fiel a:
“Un solo Señor, una sola fe y un solo bautismo. Un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, que actúa por medio de todos y habita en todos” (Ef. 4,5-6).
De hecho, en virtud del único y mismo Bautismo, los miembros del Pueblo de Dios que es la Iglesia, son todos iguales en dignidad, todos formamos parte del Pueblo de Dios (1 Ped. 2,10). Y merced a los restantes sacramentos –en especial la Eucaristía, símbolo precioso de unidad-, se fortalece la cohesión del Cuerpo de Cristo.
Aquí debemos mencionar la importante reflexión del teólogo Antonio María Calero, que señala que:
“Desde esa unidad en el plano ontológico de la fe, unidad fuertemente subrayada y exigida, puede y debe hablarse de la diversidad en la Iglesia. De hecho, así lo hace el mismo apóstol: diversas son las vocaciones, diversos los carismas, diversas las gracias, diversas las funciones, diversos los ministerios. Pero toda esa amplia y rica diversidad en los miembros brota de un único y mismo Espíritu, y por consiguiente tiene que servir no para una lucha antagónica entre ellos sino para el enriquecimiento mutuo y de todo el cuerpo eclesial” (Antonio María Calero. La Iglesia: ministerio, comunión y misión”).
Unidad, por tanto, no es incompatible con diversidad de miembros y ahí tenemos la espléndida imagen paulina del Cuerpo Místico de Cristo, ordenados cada uno de los miembros, mediante sus dones, en favor de toda la Iglesia, y siendo Cristo su cabeza. Nos dice la Carta a los Colosenses:
“Estando adherido a la cabeza –a Cristo- todo el cuerpo, alimentado y trabado por medio de las coyunturas y ligamentos, crece con el crecimiento de Dios” (Col. 3,19).
Pero volviendo a la carta a los Efesios, San Pablo denunciará al gran enemigo de esa unidad, que identifica sobre todo con la herejía. Si en la Carta a los Filipenses, había destacado la unidad de corazón entre los cristianos, aquí destacará la unidad de doctrina:
“no seamos ya niños, fluctuando de acá para allá, dando vueltas a todo viento de doctrina por la trampería de los hombres” (Ef. 4, 14).
II
Podemos reflexionar hoy, con franqueza, acerca de si esa doble unidad, de doctrina y de corazón que nos exigió Cristo como la argamasa de su Reino, se ha cumplido en la Iglesia de Cristo. Y parece claro –y deberíamos avergonzarnos todos los cristianos por ello- que no. Y no sólo estamos los cristianos desunidos por cuanto muchos no reconocen a Pedro como la cabeza en la tierra de la Iglesia de Cristo, y eso ha llevado a una pluralidad de doctrinas cristianas fuera de la Iglesia Católica, que por el mero principio de no contradicción, son falsas. Pero acaso el drama de nuestro tiempo sea que también entre los mismos cristianos fieles a Obispo de Roma, encontramos dramáticas divisiones que no debemos arrinconar. Todos recordamos el último cisma provocado en el catolicismo por Monseñor Lefevre, así como las aún no resueltas divisiones causadas por la reforma litúrgica. La unidad no se destruye sino más bien se enriquece por la pluralidad y la legítima diversidad de los miembros del Cuerpo de Cristo, y es trágico que a estas alturas todavía la jerarquía eclesiástica no se haya percatado de los inmensos bienes que a la Iglesia (cuya misión principal es salvar almas) le supondría un parejo reconocimiento del rito tradicional y del novus ordo.
Pero dejemos ese triste tema, y fijémonos por último en las rupturas eclesiales que, desde el principio de la Iglesia, han mostrado un triple modo de división: la herejía, negación pertinaz de una verdad que se ha creer con fe divina y católica; la apostasía, rechazo total de la fe cristiana y el cisma, que es el rechazo a la sumisión del Romano Pontífice o a la comunión de los miembros de la Iglesia a él sometidos. Esos tres fenómenos se han dado en todas las épocas, pero hoy en especial los episodios de apostasía, sea expresa o tácita, se dan una manera generalizada y dramática.
Por todo ello se pregunta el teólogo José Antonio Sayés, si podemos seguir hablando de la unidad de la Iglesia que Cristo fundó. Sobre todo hoy que vemos a muchos obispos discrepando en materias graves (por ejemplo de doctrina moral o de disciplina sacramental), situaciones que producen tristeza y desconcierto al Pueblo de Dios. Pero Sayés responde con un rotundo SÍ.
Y es “sí” porque todas las infidelidades y rupturas jamás podrán demostrar que se ha roto la unidad de la Iglesia en torno a Pedro y su fe. Pero igualmente podemos afirmar que esa unidad, presente en la Iglesia, es también un importante reto, a día de hoy en dos aspectos:
Es una tarea interna (pues no son pocas las distensiones que existen en el seno de la Iglesia), y es igualmente una tarea externa (porque sigue siendo un desafío el hecho de que existan iglesias particulares y comunidades cristianas sin la unidad con el vicario de Cristo). Estas Iglesias o comunidades conservan en mayor o medida elementos de verdad y santificación como recuerda el concilio Vaticano II. En el caso de los ortodoxos tienen sacramentos válidos como el bautismo o la eucaristía, pero -conviene siempre recordarlo- todos ellos nacen de la única Iglesia que Cristo fundó sobre Pedro, la roca, y su confesión de fe. Y por ello, como recuerda también el Concilio, son bienes propios de la Iglesia e impelen a la unidad católica. Y aunque ya no se cite, no debemos olvidar que Pío IX en 1864 condenó que «en el culto de cualquiera religión pueden los hombres hallar el camino a la salud eterna y conseguir la eterna salvación» (proposición XVI, Syllabus). Y que Pío XI, en su Mortalium Animos, de 1928, considera que:
«la unión de los cristianos no se puede fomentar de otro modo que procurando el retorno de los disidentes a la única y verdadera Iglesia de Cristo, de la cual un día desdichadamente se alejaron; a aquella única y verdadera Iglesia que todos ciertamente conocen y que por voluntad de su Fundador debe permanecer siempre tal cual Él mismo la fundó para la salvación de todos».
Porque como señala la Unitatis Redintegratio del Concilio Vaticano II, la unidad:
“que Cristo concedió desde el principio a su Iglesia, sabemos que subsiste indefectiblemente en la Iglesia Católica, y esperamos que crezca cada día hasta la consumación de los siglos” (U.R. 4).
Y subsiste y subsistirá porque el mismo Jesús, en Cesarea de Filipo, hizo una promesa a la única Iglesia que Él fundó sobre Pedro y su confesión de fe:
“Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt. 16,18).
Por todo ello, para concluir, como católico hago mías las rotundas palabras de San Agustín, en su combate con los herejes maniqueos:
“Muchas cosas me retienen con toda justicia en el seno de la Iglesia católica. Me retiene el consentimiento de pueblos y naciones; me retiene su autoridad indiscutible, iniciada con milagros, sustentada con la esperanza, fortalecida con el amor, establecida de antiguo; me retiene la sucesión de pastores desde la misma sede del apóstol Pedro, a quien el Señor, después de la resurrección, dio el encargo de apacentar las ovejas hasta el episcopado actual. Me retiene, por fin, el mismo nombre de católica, que no sin motivo en medio de tantas herejías ha conservado. Y aunque todos los herejes quieren llamarse católicos, sin embargo, cuando un forastero pregunta dónde está la Iglesia de los católicos, ningún hereje se atreve a indicar su templo o su casa. Estos son, por tanto, en número e importancia los lazos que me retienen como cristiano en la Iglesia” (San Agustín. Contra epist. Maniq. 4,5).
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