TRIBUNA: El Juramento Papal

Por: Yousef Altaji Narbón

TRIBUNA: El Juramento Papal

El supremo maestro y tutor de la Iglesia en el plano visible es el Romano Pontífice, el cual sigue el oficio entregado por el mismo Cristo al apóstol san Pedro al ser constituido el primer Papa. ¡Oh, sublime cátedra de san Pedro! Tanta sangre y sacrificio han sido vertidos para defender su integridad. Ante semejante grandeza del oficio más sacral que existe en la faz de la tierra, esto inspira asombro en el alma del hombre piadoso. Todo lo que inspira el Trono de san Pedro es material para una amplia meditación sobre el poder y la fuerza de la única Iglesia fundada por Cristo Jesús.

Las fuerzas ocultas, conociendo todo lo encapsulado en el oficio del Romano Pontífice, han maquinado no para su destrucción, sino para aprovechar su influencia en todos los ámbitos, temporal y sobrenatural. En los últimos sesenta años, diferentes factores han llevado a que el Papa desconozca —incluso contradiga— su rol como sumo pastor de las almas confiadas a su cuidado. Factores como una nueva eclesiología, una nueva concepción de la sacralidad petrina, la presión del mundo y las modas, nuevas tendencias, innovaciones doctrinales y, claro está, la fuerte influencia de las fuerzas mencionadas al inicio son las causantes del declive desmedido en las acciones, obras y pensamiento emanados del Papa de turno.

Por más de un siglo existió un juramento solemne, dedicado a la Santísima Trinidad, en el que el Sucesor de san Pedro, después de ser elegido como sucesor del apóstol san Pedro, pronunciaba estas palabras exquisitas en fidelidad al Depósito de la Fe a él confiado. No se puede subestimar ni considerar poca cosa un juramento; es cuestión de catecismo básico conocer la gravedad de un juramento, aún más si es un juramento hecho por aquel que ostenta el puesto de ser el Vicario de Cristo. Uno tras otro, los Romanos Pontífices profesaron este juramento con el fin de ligarse espiritualmente a su deber, con palabras claras que describen su labor incesante, la cual han de ejercer hasta que la muerte los llame a un juicio severísimo por el rigor del ministerio ejercido por su persona.

Esta declaración solemne aparece grabada en el Liber Diurnus Romanorum Pontificum, que recolecta las oraciones, ritos, ceremonias y demás solemnidades reservadas para el uso del Papa. Es tan antigua la presente profesión de fe que se le atribuye al papa san Agatón I, cuyo pontificado fue del año 678 al 681; la misma se utilizó ininterrumpidamente, con excepción de Juan Pablo II en adelante. Por los conceptos teológicos contenidos, por su uso continuo desde tiempos inmemoriales, por el trato delicado aplicado a éste, se puede determinar con facilidad su pertenencia a la tradición bimilenaria de la Santa Madre Iglesia; ergo, no puede ser menospreciado ni suprimido como una mera pieza histórica de valor ínfimo.

Leemos a continuación la excelsa protesta de la fe católica, elaborada indudablemente por el Espíritu Santo y llevada a través de los siglos:

Juramento Papal atribuido a Su Santidad el papa san Agatón

«Yo prometo no cambiar nada de la Tradición recibida y, en nada de ella —tal como la he hallado guardada antes que yo por mis predecesores gratos a Dios—, inmiscuirme, ni alterarla, ni permitirle innovación alguna.

Juro, al contrario, con afecto ardiente, como su estudiante y sucesor fiel de verdad, salvaguardar reverentemente el bien transmitido, con toda mi fuerza y máximo esfuerzo. Juro expurgar todo lo que esté en contradicción con el orden canónico, si apareciere tal; guardar los Sagrados Cánones y Decretos de nuestros Papas como si fueran la ordenanza divina del Cielo, porque estoy consciente de Ti, cuyo lugar tomo por la Gracia de Dios, cuyo Vicariazgo poseo con Tu sostén, sujeto a severísima rendición de cuentas ante Tu Divino Tribunal acerca de todo lo que confesare. Juro a Dios Todopoderoso y a Jesucristo Salvador que mantendré todo lo que ha sido revelado por Cristo y Sus Sucesores, y todo lo que los primeros concilios y mis predecesores han definido y declarado. Mantendré, sin sacrificio de la misma, la disciplina y el rito de la Iglesia.

Pondré fuera de la Iglesia a quien quiera que osare ir contra este juramento, ya sea algún otro o yo. Si yo emprendiere actuar en cosa alguna de sentido contrario, o permitiere que así se ejecutare, Tú no serás misericordioso conmigo en el terrible Día de la Justicia Divina. En consecuencia, sin exclusión, sometemos a severísima excomunión a quien quiera —ya sea Nos u otro— que osare emprender novedad alguna en contradicción con la constituida Tradición evangélica y la pureza de la Fe Ortodoxa y Religión Cristiana, o procurare cambiar cosa alguna con esfuerzos opuestos, o conviniere con aquellos que emprendieren tal blasfema aventura».

Análisis general

El sabor a catolicidad pura satura el paladar del lector devoto al leer este grandioso compromiso sacralizado que procura dar su vida por la santa fe. Su diáfana nitidez habla por sí misma. Este juramento consiste en una manifestación inexpugnable de la fe, aunada al actuar descrito del católico ferviente y celoso.

Para empezar a esgrimir el pacto divino, lo primero que salta a la vista, después de haberlo leído íntegramente, es el acto de incluir o vincular a toda persona en los términos del mismo: «ya sea algún otro, o yo», «ya sea Nos, u otro». Esta inserción de toda persona en la renombrada promesa significa que debemos guardar, de manera asimilada, conforme a nuestros deberes de estado y debida jerarquía, las obligaciones que carga para sí el nuevo Romano Pontífice. No existe forma de desvincularse o pasar por encima de las exigencias manifestadas, ya que el juramento, en conjunto y en detalle, marca el rumbo inamovible de la autoridad visible de la Iglesia. Si ésta tiene pautas bien definidas por el bien de las almas, éstas podrán ser guía perenne en todo su actuar, tanto por amor a la verdad como por temor a las consecuencias tan contundentes; en otras palabras, si la cabeza está clara, el resto del cuerpo se ha de comportar coherentemente.

En ese mismo orden de ideas, el otro punto al cual debemos fijar nuestra atención consiste en una gran verdad de fe, hoy tan ocultada —incluso vilmente violada—, fundamentada en los límites del Papa sobre el Depósito de la Fe: «El Espíritu Santo fue prometido a los sucesores de Pedro, no de manera que ellos pudieran, por revelación suya, dar a conocer alguna nueva doctrina, sino que, por asistencia suya, ellos pudieran guardar santamente y exponer fielmente la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe». Esta cita del sacrosanto e infalible Concilio Vaticano I, en la Constitución Dogmática Pastor Aeternus, ha sido pisoteada de una manera flagrante en las últimas décadas, de tal manera que el feligrés de a pie considera al Papa como el dueño de las verdades de la fe. La papolatría se ha viralizado por varios factores, corriente peligrosa por ser dañina al sentido de la naturaleza de la Iglesia en lo concerniente a su jerarquía. Permea en el juramento un espíritu de intocabilidad de todo lo que ha de recibir como administrador el Vicario de Cristo; estas son cosas sagradas, divinas y de valor inestimable, motivo por el cual no están dentro del poder arbitral de éste, sino que se convierten en su custodia principal.

Para seguir consolidando lo enunciado en el párrafo previo, vamos a delinear esto tajantemente a continuación. No, el Papa no puede trastocar dos mil años de fe. No, el Papa no puede permitir lo que antes era impensable —aun utilizando una aparente retórica sustentada con argumentos presuntamente enraizados en la tradición, pero aplicados errónea e improcedentemente—. No, el Papa no puede censurar, limitar ni eliminar algo medular de la Lex Orandi del Cuerpo Místico de Cristo Jesús; justo en este punto podemos ver los efectos desgarradores de transgredir lo transmitido fielmente desde los Apóstoles hasta nuestros tiempos. No, el Papa no puede, bajo ninguna circunstancia, acomodar la fe a las exigencias de la modernidad revolucionaria, a una concepción nueva del hombre para un hombre moderno, por ésta ser de índole liberal y en total contradicción con las enseñanzas bimilenarias (cf. Syllabus de Errores del beato papa Pío IX, n. 80).

Fijando la mirada en otros aspectos del juramento, precisamos en otro atributo de esta testificación formal, donde el Sucesor de san Pedro se somete sin reservas a la salvaguardia, vigilancia y aguerrida beligerancia por amor al Rey de Reyes y Señor de Señores. ¡Oh, cuántos ejemplos esplendorosos tenemos en los anales de la Iglesia, demostrando la valentía pastoral del Papa haciendo lo necesario para salvaguardar la fe y ser fiel a su juramento! El Servus servorum Dei (Siervo de los siervos de Dios) debe ser el más arduo defensor de la ortodoxia e integridad de las enseñanzas apostólicas: el primero al ataque y a la defensa; el ponente de las medidas disciplinarias justas contra los infiltrados; el rector catedrático que exhorta a tiempo y a destiempo sobre la verdad, unido a la denuncia categórica de las amenazas o peligros existentes. Nunca se puede dar el lujo de titubear o dilatar algún asunto donde la salvación de las almas se vea en jaque. Por ser de una gravedad incalculable su labor como centinela, su actuar corresponde ser sumario, pero sin ser precipitado. Nos hace gran falta esta conducta rígida viniendo de la Sede Petrina contra un número bastante sustancial de personas y grupos causantes de estragos teológicos en la estructura eclesial.

Este testamento de adhesión inquebrantable a Dios en su santo Evangelio, con los preceptos que emanan de éste, es muestra autoevidente del rigor de ser Vicario de Cristo en la tierra. Este juramento debe ser la consigna de guerra de todo aquel bautizado que ostente el título de católico por la gracia de Dios. El ejemplo debe ser dado desde el que tiene mayor responsabilidad en cualquier institución u asociación; con mayor razón demanda que sea así dentro de la sociedad perfecta creada por Dios mismo. Un juramento asegura objetivamente el debido cumplimiento de las labores pendientes por ejercer de quien lo realiza con solemnidad. Meditemos las palabras enérgicas de esta profesión de fe que sellan el destino de su juramentado: «Si yo emprendiere actuar en cosa alguna de sentido contrario, o permitiere que así se ejecutare, Tú no serás misericordioso conmigo en el terrible Día de la Justicia Divina».

Nota: Los artículos publicados como Tribuna expresan la opinión de sus autores y no representan necesariamente la línea editorial de Infovaticana, que ofrece este espacio como foro de reflexión y diálogo.

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