Siete consideraciones sobre la Inmaculada Concepción

Siete consideraciones sobre la Inmaculada Concepción

Por el Rvdo. Peter M. J. Stravinskas

Muchos católicos malinterpretan la fiesta de hoy, que además es la fiesta patronal de nuestra nación (el primer país en acogerla bajo este título). Confunden la Inmaculada Concepción de María con la concepción virginal de Jesús. Pero hoy celebramos el hecho de que María fue sin pecado desde el primer instante de su existencia, lo cual es sumamente importante porque demuestra el cuidado con el que Dios guió todo el proceso de nuestra salvación.

No es casual que la Iglesia celebre esta fiesta al comienzo del Adviento. Este privilegio concedido a Nuestra Señora fue parte de la obra de la salvación iniciada en el mismo momento en que el pecado entró por primera vez en el mundo. La experiencia del pecado y su dominio sobre nuestro mundo se produjo por la debilidad y el orgullo humanos. Así como una mujer hizo posible el primer pecado, así también una mujer haría posible la obra de nuestra salvación. María fue la respuesta de Dios a Eva.

Los cristianos de hoy y de todos los tiempos aman a María porque ella encarna, literalmente, todo lo que esperamos llegar a ser. Por eso Wordsworth pudo ensalzarla como “la única jactancia de nuestra naturaleza caída”. Por su fe y su disposición a cooperar con Dios, María se mostró verdadera hija de Abraham. La humilde doncella de Nazaret demostró además que la auténtica liberación no consiste tanto en “hacer lo propio” cuanto en hacer lo de Dios. Confirmó que el ángel tenía razón, que el Señor realmente estaba con ella, al pronunciar ese temible pero firme “sí” que revirtió todos los “no” anteriores en la historia.

Esta solemnidad nos da una ocasión de oro para considerar diversas dimensiones teológicas de la Inmaculada Concepción.

En primer lugar, el pecado original. El pecado original no es algo que podamos “agarrar”: es una ausencia de santidad original, de gracia y de unión con el Creador. Y es una “herencia” de nuestros primeros padres. El pecado original está “programado” en nuestra naturaleza. Esto llevó a san Pablo a reflexionar por qué encontramos más fácil hacer el mal que hacer el bien (cf. Romanos 7,19).

Segundo, el pecado original nos constituye “hijos de ira” (Efesios 2,3). Es común mirar a un bebé y decir: “¡Qué ángel!” Sin embargo, eso es más un deseo que una realidad. Un bebé es totalmente absorbido en sí mismo y exigente. G. K. Chesterton llamó al pecado original “la única parte de la teología cristiana que realmente puede probarse”. San John Henry Newman lo identifica como “alguna terrible calamidad primigenia”.

Tercero, el bautismo, que es necesario porque nos mueve del Reino de las Tinieblas al Reino de la Luz. Nos devuelve al Jardín del Edén previo a la caída. Georges Bernanos, en una frase encantadora, se refirió a Nuestra Señora en su Inmaculada Concepción como “más joven que el pecado”. El bautismo, podemos decir entonces, es la “fuente de la juventud” del cristiano, pues nos devuelve a ese estado de santidad, justicia y gracia originales. De ahí la afirmación de Nuestro Señor a Nicodemo: “En verdad, en verdad te digo: el que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios” (Juan 3,5).

Cuarto, debemos afrontar una objeción protestante común a la Inmaculada Concepción: que esta doctrina “diviniza” a María. Pero varios de los principales Reformadores protestantes creían en la doctrina de la Inmaculada Concepción, ¡cuatro siglos antes de su definición dogmática! Del mismo modo, el cardenal Newman, trece años antes de su conversión, predicó:

¿Quién puede estimar la santidad y perfección de aquella que fue elegida para ser la Madre de Cristo? Si al que tiene se le dará más, y la santidad y el favor divino van unidos (y esto se nos dice expresamente), ¿cuál habrá sido la pureza trascendente de aquella a quien el Espíritu Creador se dignó cubrir con su milagrosa presencia? ¿Cuáles habrán sido sus dones, siendo la única pariente cercana terrenal del Hijo de Dios, la única a quien Él estaba obligado por naturaleza a reverenciar y mirar hacia arriba; la que fue destinada a formarlo y educarlo, educándolo día tras día, mientras crecía en sabiduría y estatura?

Lutero, Zwinglio y Newman jamás imaginaron que María se convirtiera en una diosa por su Inmaculada Concepción, del mismo modo que Eva no fue diosa ni Adán un dios por haber sido creados sin pecado. Newman habla de María como “la hija de Eva no caída”.

Lo cual nos conduce lógicamente a una quinta consideración: ¿fue la definición de este dogma una “invención” de la Iglesia en el siglo XIX? Claramente no, pues si los Reformadores del siglo XVI y un académico de Oxford del siglo XIX —por no decir incontables Padres de la Iglesia— creían que esto era una verdad de fe, estamos ante algo profundamente arraigado en la mente y el corazón cristianos.

Sexto, ¿cómo fue concedido a la Santísima Virgen este privilegio? La respuesta pura y simple: la gracia. Resulta fascinante notar que uno de los principios primarios de la Reforma era el sola gratia (solo por la gracia). La aplicación más clara, fina e impresionante de ese principio es precisamente la Inmaculada Concepción de María.

Séptimo, es lógico preguntar cómo pudo ocurrir esto antes de la obra salvadora del único Redentor del mundo. Una vez más, la definición dogmática explica que esta acción salvadora en favor de la Virgen María tuvo lugar “en previsión de los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano”. El término teológico para esto es “gracia preveniente”, escuchado en la Oración sobre las Ofrendas de la Misa de hoy; en un lenguaje más simple, podemos llamarlo “medicina preventiva”. Esto significa que un acontecimiento futuro y sus méritos fueron aplicados de antemano (pues Dios existe en un eterno presente), haciendo de la futura Madre del Redentor una morada apta para Él.

Con su estilo inimitable, san John Henry vuelve a unir los puntos para nosotros:

Se habla de una guerra entre una mujer y la serpiente en el Génesis. ¿Quién es la serpiente? La Escritura no lo dice hasta el capítulo doce del Apocalipsis. Allí por fin, por primera vez, la “Serpiente” se interpreta como el Espíritu Maligno. Ahora bien, ¿cómo es introducida? Pues mediante la visión nuevamente de una Mujer, su enemiga —y así como, en la primera visión del Génesis, la Mujer tiene una “descendencia”, así aquí un “Hijo”. ¿Podemos evitar decir, entonces, que la Mujer es María en el tercer [capítulo] del Génesis?

Hoy, entonces, alabamos a aquella que es “más joven que el pecado”, “la hija de Eva no caída” y “la única jactancia de nuestra naturaleza caída”, orgullosos de cumplir la profecía inspirada por el Espíritu en su Magníficat: “Desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (Lucas 1,48).

 

Sobre el autor

El padre Peter Stravinskas posee doctorados en administración escolar y teología. Es el editor fundador de The Catholic Response y editor de Newman House Press. Más recientemente, lanzó un programa de posgrado en administración de escuelas católicas a través de Pontifex University.

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