«¡Que nadie se pierda! ¡Que todos se salven!» la homilía del Papa en el Jubileo de los Detenidos

«¡Que nadie se pierda! ¡Que todos se salven!» la homilía del Papa en el Jubileo de los Detenidos

En la mañana de este domingo 14 de diciembre, tercer domingo de Adviento, el Papa León XIV presidió la Santa Misa con motivo del Jubileo de los Detenidos en la Basílica de San Pedro, dentro del marco del Iubilaeum 2025. La celebración estuvo dedicada de manera especial a las personas privadas de libertad y a quienes trabajan en el ámbito penitenciario.

Durante su homilía, el Pontífice situó el Jubileo en clave de esperanza, conversión y alegría, subrayando el significado particular de la liturgia del domingo Gaudete, que recuerda “la dimensión luminosa de la espera” y la confianza en un futuro nuevo, incluso en contextos marcados por el sufrimiento.

La cárcel, lugar de prueba y también de redención

León XIV reconoció que el mundo penitenciario sigue siendo un ámbito donde queda “mucho por hacer”, pese al compromiso de muchas personas. Aludiendo al profeta Isaías, recordó que Dios es quien libera y redime, y que esta certeza constituye una misión exigente tanto para la Iglesia como para la sociedad.

El Papa advirtió de las dificultades reales de la vida en prisión —el desánimo, los obstáculos estructurales, la incomprensión—, pero insistió en que no se debe ceder al cansancio ni al fatalismo. Subrayó que ningún ser humano se identifica plenamente con sus errores y que la justicia auténtica ha de ser siempre un camino de reparación y reconciliación.

Justicia, misericordia y “civilización del amor”

En su reflexión, el Pontífice destacó que incluso entre los muros de las cárceles pueden florecer gestos de humanidad, proyectos de bien y procesos de conversión, cuando se conservan la sensibilidad, el respeto, la misericordia y el perdón. En este sentido, recordó que el Jubileo es, ante todo, una llamada a la conversión y, por ello mismo, una fuente de esperanza.

Retomando palabras de san Pablo VI, León XIV habló de la necesidad de promover una “civilización del amor”, también en el ámbito penitenciario, basada en la caridad como principio de la vida social y pública. En esta línea, evocó el deseo expresado por el Papa Francisco de que el Año Santo incluya medidas como amnistías o reducciones de pena orientadas a la reinserción y a la recuperación de la confianza personal y social.

El Evangelio como llamada a empezar de nuevo

El Papa vinculó el mensaje jubilar con la figura de san Juan Bautista, presentada en el Evangelio como ejemplo de profeta valiente y, al mismo tiempo, misericordioso. Recordó que la conversión cristiana implica siempre la posibilidad de comenzar de nuevo, con un corazón reconciliado con Dios y con los hermanos.

En la parte final de la homilía, León XIV abordó con realismo los desafíos concretos del mundo carcelario: el hacinamiento, la falta de programas educativos y laborales estables, las heridas del pasado y la tentación del desánimo. Frente a todo ello, reafirmó el núcleo del mensaje cristiano: que nadie se pierda y que todos se salven.

Un mensaje de esperanza ante la Navidad

De cara a la próxima celebración de la Navidad, el Papa animó a reclusos, responsables penitenciarios y fieles a abrazar con mayor fuerza la esperanza cristiana, recordando que el Señor está cerca y camina con su pueblo incluso en las situaciones más difíciles.

 

Dejamos a continuación la homilía completa:

Queridos hermanos y hermanas, celebramos hoy el Jubileo de la esperanza para el mundo carcelario, para los presos y para todos aquellos que se ocupan de la realidad penitenciaria. Con una elección llena de significado, lo hacemos en el tercer domingo de Adviento, que la liturgia define como “¡Gaudete!”, por las palabras con las que comienza la antífona de entrada de la Santa Misa (cf. Flp 4,4). En el año litúrgico, este es el domingo “de la alegría”, que nos recuerda la dimensión luminosa de la espera: la confianza en que algo bello, y gozoso sucederá.

A este respecto, el 26 de diciembre del año pasado, el Papa Francisco, al abrir la Puerta Santa en la iglesia del Padre nuestro, en el centro de detención de Rebibbia, lanzó una invitación a todos: «Dos cosas les digo —afirmó—. Primero: la cuerda en la mano, con el ancla de la esperanza. Segundo: abrir de par en par las puertas del corazón». Refiriéndose a la imagen de un ancla lanzada hacia la eternidad, más allá de cualquier barrera de espacio y tiempo (cf. Hb 6,17-20), nos invitaba a mantener viva la fe en la vida que nos espera y a creer siempre en la posibilidad de un futuro mejor. Al mismo tiempo, sin embargo, nos exhortaba a ser, con corazón generoso, agentes de justicia y caridad en los ambientes en los que vivimos.

A medida que se acerca la conclusión del Año Jubilar, debemos reconocer que, a pesar del compromiso de muchos, también en el mundo penitenciario queda aún mucho por hacer en este sentido, y las palabras del profeta Isaías que hemos escuchado —«Volverán los rescatados por el Señor; y entrarán en Sion con gritos de júbilo» (Is 35,10)— nos recuerdan que Dios es quien redime, quien libera, y este mensaje resuena como una misión importante y exigente para todos nosotros. Es verdad, la cárcel es un entorno difícil y hasta las mejores intenciones pueden encontrar muchos obstáculos. Precisamente por eso, no hay que cansarse, desanimarse o retroceder, sino seguir adelante con tenacidad, valentía y espíritu de colaboración. De hecho, son muchos los que aún no comprenden que hay que levantarse de toda caída, que ningún ser humano coincide con lo que ha hecho y que la justicia es siempre un proceso de reparación y reconciliación.

Sin embargo, cuando se conservan, incluso en condiciones difíciles, la belleza de los sentimientos, la sensibilidad, la atención a las necesidades de los demás, el respeto, la capacidad de misericordia y perdón, entonces, del duro terreno del sufrimiento y el pecado brotan flores maravillosas e incluso entre los muros de las prisiones maduran gestos, proyectos y encuentros extraordinarios en su humanidad. Se trata de un trabajo sobre los propios sentimientos y pensamientos, necesario para las personas privadas de libertad, pero antes aún para quienes tienen la gran responsabilidad de representar ante ellos y para ellos la justicia. El Jubileo es una llamada a la conversión y, precisamente por eso, es motivo de esperanza y alegría.

Por eso es importante contemplar ante todo a Jesús, a su humanidad, a su Reino, en el que «los ciegos ven y los paralíticos caminan; […] y la Buena Noticia es anunciada a los pobres» (Mt 11,5), recordando que, si bien a veces estos milagros se producen gracias a intervenciones extraordinarias de Dios, con mayor frecuencia se nos confían a nosotros, a nuestra compasión, a nuestra atención, a la sabiduría y a la responsabilidad de nuestras comunidades e instituciones.

Y esto nos lleva a otra dimensión de la profecía que hemos escuchado: el compromiso de promover en todos los ámbitos —y hoy subrayamos especialmente en las cárceles— una civilización fundada en nuevos criterios y, en última instancia, en la caridad, como decía san Pablo VI al cerrar el Año Jubilar de 1975: “Esta —la caridad— querría ser, especialmente en el plano de la vida pública, […] el principio de la nueva hora de gracia y de buena voluntad que el calendario de la historia abre ante nosotros: ¡la civilización del amor!” (cf. Catequesis, 31 diciembre 1975).

Con este propósito, el Papa Francisco deseaba, en particular, que durante el Año Santo se concedieran también «formas de amnistía o de condonación de la pena orientadas a ayudar a las personas para que recuperen la confianza en sí mismas y en la sociedad» (Bula Spes non confundit, 10) y a todos ofrecerles oportunidades reales de reinserción (cf. ibíd.). Confío en que en muchos países se dé cumplimiento a su deseo. El Jubileo, como sabemos, en su origen bíblico era precisamente un año de gracia en el que, de muchas maneras, a todos se les ofrecía la posibilidad de empezar de nuevo (cf. Lv 25,8-10).

El Evangelio que hemos escuchado también nos habla de esto. Juan el Bautista, mientras predicaba y bautizaba, invitaba al pueblo a convertirse y a cruzar de nuevo, simbólicamente, el río, como en tiempos de Josué (cf. Jos 3,17), para tomar posesión de la nueva “tierra prometida”, es decir, de un corazón reconciliado con Dios y con los hermanos. Y es elocuente, en este sentido, su figura de profeta: era recto, austero, franco hasta el punto de ser encarcelado por la valentía de sus palabras —no era «una caña agitada por el viento» (Mt 11,7)―; y, sin embargo, al mismo tiempo era rico en misericordia y comprensión hacia quienes, sinceramente arrepentidos, se esforzaban por cambiar (cf. Lc 3,10-14).

San Agustín, al respecto, en su famoso comentario al episodio evangélico de la adúltera perdonada (cf. Jn 8,1-11), concluye diciendo: «marchándose uno tras otro […], quedaron solos la mísera y la misericordia. Y el Señor le dice: […] vete y en adelante no peques más» (Sermón 302, 14).

Queridos hermanos, la tarea que el Señor les confía —a todos ustedes, reclusos y responsables del mundo penitenciario— no es fácil. Los problemas que hay que afrontar son muchos. Pensemos en el hacinamiento, en el compromiso aún insuficiente para garantizar programas educativos estables de recuperación y oportunidades de trabajo. Y no olvidemos, a nivel más personal, el peso del pasado, las heridas que hay que curar en el cuerpo y en el corazón, las desilusiones, la infinita paciencia que se necesita, consigo mismo y con los demás, cuando se emprenden caminos de conversión, y la tentación de rendirse o de no perdonar más. Sin embargo, el Señor, más allá de todo, sigue repitiéndonos que sólo hay una cosa importante: que nadie se pierda (cf. Jn 6,39) y «que todos se salven» (1 Tm 2,4).

¡Que nadie se pierda! ¡Que todos se salven! Esto es lo que quiere nuestro Dios, este es su Reino, este es el objetivo de su acción en el mundo. Al acercarse la Navidad, queremos abrazar también nosotros, aún con más fuerza, su sueño, perseverantes en nuestro compromiso (cf. St 5,8) y llenos de confianza. Porque sabemos que, incluso ante los desafíos más grandes, no estamos solos: el Señor está cerca (cf. Flp 4,5), camina con nosotros y, con Él a nuestro lado, siempre sucederá algo maravilloso y alborozador.

Ayuda a Infovaticana a seguir informando