En el corazón de la Misa tradicional resuena una súplica tan antigua como la fe de la Iglesia: Kyrie eleison. En apenas dos palabras, heredadas del griego, la liturgia expresa la actitud fundamental del cristiano ante Dios: la del pecador que implora misericordia. Este capítulo de Claves — FSSP profundiza en el sentido del Kyrie, su origen litúrgico y su vínculo inseparable con la lengua sagrada de la Misa, especialmente el latín, que ha custodiado durante siglos la oración y la doctrina de la Iglesia.
El Kyrie: la súplica del pecador ante Dios
El Kyrie eleison, conservado en su lengua original griega, llegó a Occidente desde Jerusalén como una melodía de profunda sencillez y gran belleza. Integrado en el rito romano tras las oraciones al pie del altar y durante el encensado, el Kyrie es el clamor espontáneo del pecador que se reconoce necesitado de la misericordia divina. Esta súplica recorre toda la Sagrada Escritura: desde el rey David que implora perdón en el Miserere, hasta el ciego Bartimeo que grita al paso de Cristo: «Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí». La liturgia recoge así una oración universal, siempre actual, que brota del corazón humano cuando se encuentra frente a la santidad de Dios.
Las estaciones romanas y el origen litúrgico del Kyrie
Para comprender plenamente el lugar del Kyrie en la Misa, es necesario recordar la antigua tradición de las estaciones romanas. En los primeros siglos, los fieles se reunían en Roma en una iglesia concreta —la iglesia de la collecta— desde donde partían en procesión hacia la iglesia donde el Papa celebraría la Misa, llamada iglesia de la estación. Durante este recorrido se cantaban letanías, con el Kyrie eleison como respuesta repetida. Esta práctica está en el origen de nuestras actuales procesiones y explica el carácter litaníco del Kyrie. El número de invocaciones —tres Kyrie, tres Christe, tres Kyrie— fue fijado en el siglo VI por san Gregorio Magno, en clara referencia a la Santísima Trinidad, rindiendo igual gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Una vez más, la liturgia se convierte en respuesta viva de la Iglesia frente a los errores doctrinales, en particular frente al arrianismo.
El Kyrie gregoriano y la tradición del canto sagrado
El Kyrie forma parte del Ordinario gregoriano de la Misa, junto con el Gloria, el Credo, el Sanctus y el Agnus Dei, conjunto conocido tradicionalmente como Kyriale. La Iglesia ha conservado y transmitido dieciocho melodías distintas de Kyrie, cada una asociada a tiempos litúrgicos o celebraciones concretas. Algunas están reservadas al tiempo pascual, otras a las fiestas marianas, a los domingos ordinarios o a los tiempos penitenciales. Entre ellas destaca el célebre Kyrie VIII, conocido como la Misa de los Ángeles. Este patrimonio musical pertenece al canto gregoriano, el canto propio de la liturgia romana, cuyo desarrollo se atribuye tradicionalmente a san Gregorio Magno. Sus melodías hunden sus raíces en las liturgias orientales y en el canto del Templo y de la sinagoga, y ya a finales del primer milenio eran cantadas en monasterios, catedrales y parroquias de toda Europa.
Las lenguas sagradas de la liturgia
Con el griego del Kyrie, el hebreo del Aleluya y el latín del resto de la Misa, la liturgia reúne las tres lenguas del Titulus colocado sobre la cruz de Cristo: hebreo, griego y latín. En ellas se proclamó al mundo la identidad del Crucificado: Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos. La Iglesia conservó estas lenguas como signo de continuidad con el misterio de la Redención. Aunque las primeras Eucaristías se celebraron probablemente en arameo y luego en griego, en Roma, a partir del siglo III, el latín se convirtió progresivamente en la lengua de la liturgia. Desde entonces, los grandes textos litúrgicos fueron compuestos directamente en latín y esta lengua permaneció como lengua de la Iglesia incluso después de la caída del Imperio romano y del surgimiento de las lenguas vernáculas.
El latín: unidad, doctrina y sacralidad
El uso del latín en la liturgia no es un accidente histórico ni una mera costumbre. Como recordaron Pío XII, san Juan XXIII, san Pablo VI y el Concilio Vaticano II, el latín debe conservarse en los ritos latinos, salvo derechos particulares. La Iglesia ha visto en esta lengua un instrumento privilegiado de unidad, al permitir que los fieles de todos los pueblos oren con las mismas palabras. El latín vincula a los cristianos de hoy con los de ayer, permitiéndonos rezar con las mismas fórmulas que san Gregorio Magno, santo Tomás de Aquino o santa Teresa del Niño Jesús. Además, como lengua ya no hablada, protege la inmutabilidad de la doctrina, evitando ambigüedades y cambios de sentido, y preserva el culto de improvisaciones o personalismos.
Pero, sobre todo, el latín es lengua del sacro. Al no pertenecer al uso cotidiano, introduce al fiel en una esfera distinta de la vida ordinaria y le recuerda que la Misa no es un diálogo humano, sino una oración dirigida a Dios. Lejos de alejar al fiel, el latín lo acerca al misterio, porque le enseña que no todo puede ser reducido a lo inmediatamente comprensible. Como enseña la tradición, no comprenderlo todo intelectualmente puede ser una vía para comprender mejor espiritualmente. La liturgia, así celebrada, manifiesta que el sacerdote actúa en la persona de Cristo y que toda la Misa está ordenada, ante todo, a la gloria de Dios.
