Historia de dos profetas

Historia de dos profetas

Por el P. Brian A. Graebe

Isaías se erige como el gran profeta del Adviento: tan poderosamente anuncia la venida de Cristo (así como su Pasión y Muerte) que este libro ha sido llamado el “quinto Evangelio”. Más adelante en el Adviento escucharemos su profecía más directa: “la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y lo llamará Emmanuel”. En este Segundo Domingo de Adviento, sin embargo, Isaías nos ofrece una vívida descripción de la era mesiánica, que parece una oda pastoral: “el lobo será huésped del cordero, y la pantera se acostará con el cabrito”.

Aquí, toda la naturaleza reposa en armonía y paz. Nuestra mente se remonta al Edén, libre de violencia y muerte. Vislumbramos la restauración de ese mundo caído en esta visión de esperanza, del profeta de la esperanza.

Pero Isaías no es el único profeta con quien nos encontramos hoy. También encontramos a san Juan Bautista, el último y más grande de la larga línea de profetas. Es a él a quien Isaías había previsto como “una voz que clama en el desierto”. El mensaje de Juan, sin embargo, parece muy distinto: “¡Arrepiéntanse!”

Juan sabía que la humanidad había abandonado el Edén hacía mucho tiempo. Aquella armonía original se quebró cuando nuestros primeros padres pecaron contra Dios, y todos hemos seguido el mismo camino a lo largo de los siglos. Por eso Juan bautizaba en el río Jordán. Su bautismo no era un sacramento; no podía borrar pecados. Pero era una manera de expresar dolor por el pecado, mientras el lavado prefiguraba el renacimiento que traería el bautismo. Cada persona recién bautizada, por mayor que fuera, emergía de las aguas como un recién nacido, recuperando la inocencia perdida.

Ésa es, sin duda, una razón por la que Dios todopoderoso, creador del universo, apareció en la tierra como un bebé: para recordarnos nuestra necesidad de ser como niños, reflejando la humildad y la confianza propias de los pequeños. Como nos dice Isaías, habrá “un niño pequeño que los guíe”. Jesús quiere guiarnos hacia esa inocencia y esa alegría, pero sabemos que no todos están dispuestos a seguirlo.

Ciertamente no todos estaban dispuestos a seguir a Juan. Vemos a los fariseos y saduceos, tan orgullosos, tan engreídos, tan consumidos por su propia autosuficiencia. Juan los reprende con bluntitud: “¡Raza de víboras!” El mismo Jesús empleará ese lenguaje más tarde, ambos advirtiendo lo que espera a quienes persisten en sus pecados.

Tuvieron que usar palabras tan fuertes: los fariseos y saduceos, ciegos por su arrogancia, pensaban que no necesitaban el llamado al arrepentimiento de Juan. Por ser hijos de Abraham, creían tenerlo todo asegurado. Esa misma mentalidad la vemos hoy en algunos creyentes: porque estoy bautizado, o porque soy una persona que se considera “buena”, o porque he aceptado a Jesucristo como mi Señor y Salvador, por supuesto, voy al Cielo.

Juan levanta la mano y alza la voz para decir: No tan rápido. Es quien reconoce su pecado, su constante necesidad de misericordia, su propia pequeñez, quien obtiene el favor de Dios. ¿Qué hay más bajo que las piedras? Sin embargo, Juan nos dice que Dios puede de ellas suscitar hijos de Abraham.

Isaías habla de esa pequeñez en su imagen de la raíz: enterrada en la tierra, el tronco humilde de Jesé. Por medio del hijo de Jesé, David, vendría el Salvador prometido, cuando esa raíz brotara para convertirse en la madera de la Cruz. Es la sangre rociada desde esa Cruz la que nos hace verdaderos hijos de Abraham, adoptados en la línea de sangre de la salvación.

Y como hijos e hijas recién adoptados, tenemos una madre a la que debemos acudir. María ofrece el modelo perfecto de confianza y humildad. Al celebrar mañana su Inmaculada Concepción, recordamos cómo María permaneció completamente sin mancha de pecado durante toda su vida. Esa pureza de mente y cuerpo le permitió ser el vaso honrado por Dios, magnificándolo en su alma inmaculada.

No es casualidad que, en tantas de sus apariciones, María se manifieste a niños. Su docilidad, apertura y ausencia de ego permiten que el mensaje de María —que es siempre el mensaje de Cristo— sea recibido y anunciado sin obstáculos.

Dios mismo vino a María como un niño pequeño, y por medio de María viene a nosotros, en Navidad y siempre. La pregunta es: ¿lo recibiremos con la misma humildad que María?

Isaías y Juan presentan un marcado contraste de la elección que enfrentamos. Podemos aceptarlo y recibir la alegría de su paz, la hermosa armonía que describe Isaías. Para quien lo rechaza, rehusando humillarse, Juan no se anda con rodeos: “lo quemará con un fuego inextinguible”.

Dos caminos, que conducen a dos destinos muy distintos. Pero no caminamos solos. Dios sabe que nosotros, sus ovejas, podemos extraviarnos fácilmente, por lo que ha enviado a un niño pequeño para guiarnos. Si lo seguimos, nos conducirá no de vuelta al jardín arruinado del Edén, sino hacia adelante, al jardín eterno del Paraíso.

 

Sobre el autor

El P. Brian A. Graebe, S.T.D., es sacerdote de la Arquidiócesis de Nueva York. Es autor de Vessel of Honor: The Virgin Birth and the Ecclesiology of Vatican II (Emmaus Academic).

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