Hace sesenta años, en diciembre de 1965, el papa Pablo VI celebraba en la plaza de San Pedro la Misa que clausuraba solemnemente el Concilio Vaticano II. Aquella liturgia, recordada por los testigos como sencilla y participativa, fue presentada entonces como una aplicación visible de la Sacrosanctum Concilium, la Constitución conciliar sobre la sagrada liturgia.
Sin embargo, como recuerda The Catholic Herald, aquella Misa no se parecía en nada a lo que hoy suele identificarse como la “Misa del Vaticano II”. Se trataba de una celebración esencialmente tradicional, en latín, con canto gregoriano y con algunas simplificaciones prudentes, aprobadas explícitamente por los Padres conciliares, que nunca imaginaron una ruptura con el Ordo Missae heredado de siglos, ¿o sí?
La reforma de 1965: continuidad, no ruptura
Durante 1965 se introdujo un nuevo Ordinario de la Misa, publicado oficialmente por la Santa Sede en enero de ese año. Fue recibido entonces como la reforma solicitada por el Concilio. Sus cambios —simplificación de gestos, ampliación del número de prefacios, algunas oraciones en voz alta, participación verbal de los fieles— habían sido debatidos y aprobados por los obispos, bajo una premisa clara: el Ordo Missae tradicional debía conservarse.
Ni la celebración versus populum, ni la comunión en la mano, ni la completa sustitución del latín por las lenguas vernáculas fueron propuestas ni votadas en el aula conciliar. El latín debía mantenerse, permitiéndose el uso limitado de la lengua local en determinadas partes.
Pablo VI y la “nueva forma de liturgia”
El 7 de marzo de 1965, Pablo VI celebró públicamente esta Misa reformada en una parroquia romana y afirmó: “Hoy inauguramos la nueva forma de la liturgia en todas las parroquias y las iglesias del mundo”. No se trataba, para el Papa, de una etapa provisional ni de un tránsito hacia algo radicalmente distinto.
El elemento verdaderamente revolucionario de aquella celebración fue el uso amplio del italiano, autorizado de forma rápida y expansiva por los organismos encargados de aplicar la reforma, especialmente el Consilium, dirigido por monseñor Annibale Bugnini, quien más tarde presumiría de haber dado una interpretación “amplia” al principio conciliar del uso del vernáculo.
Del desarrollo orgánico a la “liturgia fabricada”
Mientras los obispos regresaban a sus diócesis tras el Concilio, el Consilium avanzaba ya hacia un proyecto muy distinto: la llamada “Misa normativa”, que acabaría dando lugar al Novus Ordo promulgado en 1969. Aquellos borradores ya no buscaban preservar el rito heredado, sino construir uno nuevo, utilizando el antiguo como simple material de referencia.
Desaparecían el Confiteor inicial, el Orate fratres, los gestos sacrificiales; se cuestionaba incluso el Canon Romano y se preparaban nuevas plegarias eucarísticas. El entonces cardenal Joseph Ratzinger describiría más tarde este proceso como el paso de una liturgia fruto del crecimiento orgánico a una “liturgia fabricada”, producto de laboratorio.
Una reforma más allá de lo que el Concilio quiso
Cuando en 1969 se promulgó el nuevo Misal, los cambios superaban ampliamente lo aprobado por el Concilio: nuevas plegarias eucarísticas, un ofertorio teológicamente empobrecido, una drástica reducción de signos y una reconfiguración completa del calendario litúrgico. Incluso Pablo VI tuvo que intervenir personalmente para conservar algunos elementos tradicionales, aunque muchos quedaron como simples “opciones” rápidamente abandonadas.
Diversos Padres conciliares expresarían después su desconcierto. El cardenal John Heenan escribió que los cambios habían sido “más radicales de lo que pretendían el Papa Juan XXIII y los obispos”. Otros, como el obispo Ignatius Doggett, hablaron sin rodeos de una reforma “secuestrada” y transformada en algo que nunca se debatió ni aprobó.
Cuestionar el rito moderno no es traicionar al Concilio
A la luz de estos hechos, el artículo subraya una conclusión incómoda: el Misal de 1970 no es la Misa que pidió el Vaticano II. Es un producto posterior, válido sacramentalmente y autorizado por el Papa, pero nacido de una interpretación ideológica y expansiva de la Constitución conciliar.
Por ello, cuestionar el rito moderno o reclamar una “reforma de la reforma” —como hicieron Ratzinger y Benedicto XVI— no implica deslealtad al Concilio, sino, en muchos casos, fidelidad a lo que realmente aprobaron sus Padres.
El atractivo persistente del rito tradicional
Paradójicamente, sostiene The Catholic Herald, es en la celebración de los ritos tradicionales donde hoy se encuentra con mayor claridad aquello que el Concilio deseaba: participación plena, consciente y fructuosa en una liturgia recibida, no fabricada. Especialmente entre los jóvenes, crece el interés por una forma de la Misa que conserva continuidad doctrinal, riqueza simbólica y sentido del sacrificio.
Sesenta años después, la pregunta sigue abierta: ¿es posible recuperar la auténtica “Misa del Vaticano II”? Todo indica que, sin una revisión profunda de la reforma posterior, esa aspiración seguirá siendo una asignatura pendiente.
