TRIBUNA: Lourdes, la Iglesia postconciliar y la torre de Babel

Por: Una católica (ex)perpleja

TRIBUNA: Lourdes, la Iglesia postconciliar y la torre de Babel

Hace unos años, dos amigas y yo comenzamos una tradición, interrumpida sólo en los años de pandemia, de peregrinar a Lourdes para la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, pues ése fue el mensaje que María dio a Santa Bernadette: “Que soy (era) la Inmaculada Concepción”, en 1858.

Es un viaje que tomamos muy en serio. Pasamos tres noches en Lourdes en total silencio y ayuno, que sólo rompemos el día de la Solemnidad. En esos tres días, llegamos temprano al santuario, asistimos a Misa y después cada una organiza su jornada personalmente, con adoración al Santísimo, Via Crucis, confesión, rosario nocturno de las antorchas, etc, y rezando en diversos lugares del santuario a lo largo del día.

Hace unos años, sin embargo, empecé a encontrar en Lourdes que la existencia de distintos idiomas en todo es en realidad un inconveniente y una incomodidad, comenzando por la Misa. En el santuario de Lourdes de celebran diversas Misas al día, cada una en un idioma. Nosotras íbamos normalmente a la que se celebra a las 11 de la mañana en la capilla de San José, un templo feo, subterráneo, con los bancos a modo de gradas y el altar en la parte más baja del templo. El mundo al revés de las iglesias modernas.

La segunda incomodidad venía del precioso rosario nocturno con antorchas: cada misterio anunciado en un idioma distinto, y los fieles respondiendo en sus propios idiomas. A pesar de la belleza del desarrollo del rosario, su rezo por megafonía en distintos idiomas es molesto, caótico y confuso; como una cacofonía.

¿No sería más lógico que en un santuario internacional el rosario se rezase en latín y que hubiera por lo menos alguna Misa en latín, en la que fieles de distintas nacionalidades pudieran participar juntos sin barreras? El uso del latín es algo, además, contemplado por el Misal de Pablo VI. ¿No es eso acaso la catolicidad, la universalidad de la Iglesia, a la que tanto ayuda la lengua común? ¿Y no es, por tanto, no sólo un obstáculo, sino un castigo, la balcanización de la Iglesia en lenguas vernáculas?

Con posterioridad a la pandemia de Covid19, cuando empecé a asistir a la Misa de siempre, descubrí que un instituto tradicional (ex Ecclesia Dei) tiene casa en Lourdes y un sacerdote celebra Misa tradicional diaria a las 18 horas, fuera del recinto del santuario, pero relativamente cerca. Allí puede vivirse esa catolicidad de la Iglesia de que adolece el santuario, en una Misa a la que asisten personas – me imagino – de distintas procedencias, locales y peregrinos, y que todos pueden seguir en el idioma universal de la Iglesia ayudados por sus respectivos misalitos. Como se hizo siempre y como debería volverse a hacer; porque a la inferioridad del novus ordo para rendir culto a Dios con respecto a la belleza del vetus ordo se une la fragmentación del idioma.

Estas incomodidades por la división por idiomas nacionales que he experimentado en esta peregrinación que creo por otra parte que tanto me ayuda en la fe y el amor a María Santísima y a “palpar” la universalidad de la Iglesia, me han hecho tener muy presente en los viajes a Lourdes, y en esta pasada semana muy vivamente, el parecido que tiene esta Iglesia fraccionada en lenguas vernáculas que impide a los fieles de procedencias distintas rezar juntos con el pasaje bíblico de la Torre de Babel.

Al tratar de la cuestión del latín en su obra de 2014 “Resurgimiento en medio de la crisis: Sagrada liturgia, Misa tradicional y renovación en la Iglesia”, que supuso para mí un violento despertar, el profesor Peter Kwasniewski argumenta cómo “el latín es la lengua adecuada al rito romano; es la lengua “católica” de la Cristiandad, que se eleva por sobre todas las naciones, pueblos, culturas y épocas. Por una cantidad de razones históricas, el latín se transformó en el vehículo del culto formal, público, en todas las iglesias particulares reunidas en torno al Trono de Pedro en la parte occidental del antiguo Imperio Romano, y así fue siempre conservado. Su antigüedad y extensión de uso, su claridad y estabilidad de significados, su sutil belleza de expresión, revisten al latín de todas las cualidades que requiere un cultus público, que siempre es antiguo, siempre nuevo, noble y solemne, absolutamente libre del capricho de las modas mundanas”.

Más allá del caso de Lourdes, paradigmático por tratarse de un santuario internacional, respecto a la traducción de la Misa a las lenguas vernáculas, afirma Kwasniewski que “lejos de fortalecer el poder y la influencia de la liturgia en la vida de los católicos, la súbita vernaculización de la liturgia, al dar lugar a la ilusión de una fácil comprensión y pasividad, ha hecho mucho más difícil para la gente  el lograr una constante conciencia interior de la profundidad, la magnitud, la gravedad y la urgencia de la acción en la que participa. El estar el sacerdote de frente al pueblo, incluso en el momento del divino sacrificio, junto con el uso del vernáculo, ha fortalecido la impresión de que lo que tiene lugar es algo directo y simple, y no algo tremendo, un misterio que se dice en voz baja en la presencia de Dios”. En comparación con el misterio de la Misa tradicional, la forma llamada por Benedicto XVI “ordinaria”, el novus ordo Missae, sigue siendo, como afirma Kwasniewski, “abrumadoramente verbal, didáctica y lineal, de un modo que es extrañamente ajeno a toda la Tradición litúrgica, tanto oriental como occidental”. Y no es menos cierto que el uso del vernáculo ha contribuido en gran medida a la evidente pérdida de sacralidad”.

Es en el contexto de catolicidad que pueden ser Lourdes, Fátima o una peregrinación a Roma donde es muy sencillo tomar conciencia de esta división provocada por la vernaculización; mientras que es más difícil darse cuenta en una cómoda burbuja parroquial en que los feligreses comparten idioma. Sin embargo, el problema del abandono del latín, de nuevo, más allá de Lourdes, es que la traducción de la Misa a las distintas lenguas vernáculas no sólo divide a los fieles, sino que adultera la Misa, pues existen pasajes traducidos, por lo que parece, de manera deliberadamente errónea.

Decíamos unos párrafos más arriba que la situación del santuario de Lourdes recuerda al castigo de la fragmentación y división en lenguas que envió el Señor a quienes construían la Torre de Babel. Repasemos ese episodio bíblico para profundizar en la cuestión de la vernaculización de la Iglesia. ¿Por qué creó el Señor las lenguas distintas?

En el libro del Génesis leemos que “tenía la tierra entera una misma lengua y las mismas palabras. Mas cuando los hombres, emigrando desde el Oriente, hallaron una llanura en la tierra de Sinear donde se establecieron, dijéronse unos a otros: “Vamos, fabriquemos ladrillos y cozámoslos bien”. Y sirvióles el ladrillo en lugar de piedra, y el betún les sirvió de argamasa. Y dijeron pues: “Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cumbre llegue hasta el cielo; y hagámonos un monumento para que no nos dispersemos sobre la superficie de toda la tierra”. Pero Yahvé descendió a ver la ciudad y la torre que estaban construyendo los hijos de los hombres. Y dijo Yahvé: “He aquí que son un solo pueblo y tienen todos una misma lengua. ¡Y esto es sólo el comienzo de sus obras! Ahora nada les impedirá realizar sus propósitos. Ea, pues, descendamos y confundamos allí mismo su lengua, de modo que no entienda uno el habla del otro. Así los dispersó Yahvé de allí por la superficie de toda la tierra; y cesaron de edificar la ciudad. Por tanto, se le dio el nombre de Babel; porque allí confundió Yahvé la lengua de toda la tierra; y de allí los dispersó Yahvé sobre toda la faz del orbe” (Gen 11, 1 – 9). Comentando el nombre de Babel, Mons. Straubinger afirma que “sería una contraposición de Balbel, que significa en hebreo algo así como “confusión”, y es una etimología popular en que se expresa el desprecio a Babilonia”. Básicamente, Dios hizo fracasar el proyecto de Babel, confundiendo las lenguas, porque los hombres se habían rebelado nuevamente contra él; rebelión motivada por el orgullo de conseguir la gloria y perpetuar su propio recuerdo para siempre (Gn 11, 4), prerrogativa que pertenece sólo a Dios.

La vernaculización de la Iglesia puede verse por tanto como rebelión humana y como castigo divino. Pues no ha traído nada bueno. No ha traído armonía, sino confusión y división. Y ya sabemos que división está en el origen etimológico del nombre del Maligno, que es además el padre de la mentira. Porque es mentira que “antes, la gente no entendiera la Misa”, puesto que para eso estaban los misalitos con los que la mayoría de las personas acudían a la celebración del Santo sacrificio del altar.

La vernaculización es rebelión y desobediencia porque no se debe ni siquiera a lo indicado en la Constitución litúrgica Sacrosanctum Concilium que emanó del Concilio Vaticano II, en cuyo canon #36 se establece como principio que “se conservará el uso de la lengua latina en los ritos latinos, salvo derecho particular (#1). La SC admite también la posibilidad de utilizar lenguas nacionales: “Sin embargo, como el uso de la lengua vulgar es muy útil para el pueblo en no pocas ocasiones, tanto en la Misa como en la administración de los Sacramentos y en otras partes de la Liturgia, se podrá dar mayor cabida, ante todo, en las lecturas y moniciones, en algunas oraciones y cantos, conforme a las normas que acerca de esta materia se establecen para cada caso en los capítulos siguientes” (#2).

Es decir, el idioma principal de la Misa según el Concilio Vaticano II continúa siendo el latín, y sólo en ocasiones se permite la lengua nacional que se admite, además, es una lengua vulgar. Sesenta y tres años después de la promulgación de Sacrosanctum Concilium, comisión Concilium mediante y desmadres varios, nos hallamos ante una Iglesia totalmente vernaculizada, utilizando en la totalidad de la celebración de la Misa una lengua vulgar, que es diferente en cada país. Es importante notar que estos abusos vinieron facilitados por las ambigüedades de la mayoría de textos conciliares, incluyendo la SC.

Nos encontramos por tanto con la total vernaculización de la Iglesia ante un nuevo caso de abuso, de aplicación del (mal) espíritu del Concilio, del triunfo de la desobediencia (como subtitulaba el documental sobre la comunión en la mano), que lleva a la desacralización, la pérdida del misterio, a la mundanización de la liturgia y, eventualmente, a la pérdida masiva de la fe.

 

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