TRIBUNA: Carta abierta a León XIV sobre In Unitate Fidei

Por: Francisco José Vegara Cerezo - Sacerdote de la diócesis de Orihuela-Alicante.

TRIBUNA: Carta abierta a León XIV sobre In Unitate Fidei

Santidad,

Le presento esta nueva carta con la consideración crítica del documento indicado en el título, y cuyo texto más relevante aparecerá en cursiva; pero antes querría advertir de que, aunque parezca mentira, el mayor peligro contra la ortodoxia de Nicea no fue el arrianismo radical o anhomeo, el cual, negando toda similitud entre la naturaleza del Padre y la del Hijo, negaba también radicalmente la divinidad de éste, sino la multitud de movimientos intermedios, conocidos como semiarrianos: los de los homeos y los homeousianos; pues, como la distancia entre lo divino y lo creado es infinita, al final no caben medias tintas, y además ya se dice que lo más peligroso es una verdad a medias, por ser el modo más eficaz para sutilmente corromper la verdad.

5- Para expresar la verdad de la fe, el Concilio usó dos palabras, “sustancia” (ousia) y “de la misma sustancia” (homooúsios), que no se encuentran en la Escritura. Al hacerlo no quiso sustituir las afirmaciones bíblicas por la filosofía griega. Al contrario, el Concilio empleó estos términos para afirmar con claridad la fe bíblica, distinguiéndola del error helenizante de Arrio. La acusación de helenización no se aplica, pues, a los Padres de Nicea, sino a la falsa doctrina de Arrio y sus seguidores.

No se puede negar lo evidente: que “ousía” es una noción filosófica griega, y que “homooúsios”, por tanto, es una noción derivada de la filosofía griega, por lo que el Concilio ciertamente sustituyó afirmaciones bíblicas por otras filosóficas y, por ende, mucho más precisas; eso, obviamente, no significó una canonización de la filosofía griega, pero sí la justificación de acudir a los logros de la razón humana para salvaguardar la racionalidad fundamental de la fe.

Ahí reside la gran diferencia con el islam, que tuvo una brillante eclosión racionalista, pero terminó sofocándola en aras de la interpretación estrictamente literalista del Corán, que fue lo que en el cristianismo se produjo, de modo parecido, con la Reforma protestante; mientras que la grandeza de los Padres de la Iglesia fue haber conseguido la admirable síntesis de fe y razón que supone la teología católica.

Tan helenizados estuvieron entonces los Padres de la Iglesia como Arrio, sólo que aquéllos aprovecharon el aparato conceptual griego para crear un sistema doctrinal técnico y preciso que prevaleció por la aprobación magisterial que obtuvo, pero que en sí mismo no sólo dista grandemente de la mentalidad bíblica, sino que ni siquiera sería la única posibilidad hermenéutica de traducir los escuetos datos bíblicos, que indican someramente la total divinidad de Cristo, su encarnación y algún tipo de diferencia con el Padre y el Espíritu Santo; pero ¿qué tipo de diferencia: real o nocional? No aparece explícitamente en la literalidad del texto bíblico, al cual no se le puede pedir una precisión filosófica que es ajena a la mentalidad con que fue escrito.

Se podría argüir que la mentalidad bíblica solía ser realista, por lo que sería poco probable que se estuviera pensando en una diferencia meramente nocional, que supone una mayor elaboración filosófica; sin embargo, si se aplica eso mismo estrictamente al Antiguo Testamento, resultaría que la sabiduría y el espíritu de Dios, por ejemplo, ya deberían ser entendidos como realmente distintos del Padre, lo que situaría la enseñanza explícita de la Trinidad en ese Testamento, que es algo imposible, pues ahí prima, por encima de todo, la unidad divina, y por eso Cristo no pudo utilizar como argumento su identificación con una persona divina distinta del Padre, ya que tal idea no era reconocida en su tiempo; por tanto, si, cuando Cristo expresa una identificación con el Padre, sabemos que está proclamando la propia divinidad, porque esa acusación fundamentó su condena final, y Él no se preocupó en diluirla para evitar el peligro, no podemos, desde la sola Biblia empero, delimitando estrictamente la intención literaria de la realista, saber con exactitud, cuando expresa alguna diferencia con el Padre y el Espíritu, a qué tipo de diferencia se refiere.

En positivo, los Padres de Nicea quisieron permanecer firmemente fieles al monoteísmo bíblico y al realismo de la Encarnación. Quisieron reafirmar que el único y verdadero Dios no es inalcanzablemente lejano a nosotros, sino que, por el contrario, se ha hecho cercano y ha salido a nuestro encuentro en Jesucristo.

Esta redacción no es nada feliz, por dar perfecta cabida a la idea de que o bien en Dios hay una sola persona que se ha encarnado en Cristo, o bien Cristo es una persona humana con alguna relación especial con Dios, lo que no es cierto ni en la intención de los Padres conciliares ni en el texto del credo resultante.

6- Para expresar su mensaje en el lenguaje sencillo de la Biblia y de la liturgia familiar a todo el Pueblo de Dios, el Concilio retoma algunas formulaciones de la profesión bautismal: «Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero».

Esas expresiones no generaron ningún problema, ni sirven tampoco para expresar la esencia de Nicea, que reside completamente en un solo término: el “homoousios”, que no es bíblico sino estrictamente filosófico en su origen; por tanto, no es válido decir que la preocupación de los Padres conciliares fuera expresar su mensaje en el lenguaje sencillo de la Biblia y de la liturgia familiar a todo el Pueblo de Dios.

7. El Credo de Nicea no formula una teoría filosófica. Profesa la fe en el Dios que nos ha redimido por medio de Jesucristo.

El credo de Nicea utiliza una teoría filosófica para explicar la fe, dando origen oficialmente a la teología estricta, que consiste en la aplicación de la razón, con toda su metodología, al dato de fe, para lograr una explicación racional precisa de éste.

Se trata del Dios viviente: Él quiere que tengamos vida y que la tengamos en abundancia (cf. Jn 10,10). Por eso el Credo continúa con las palabras de la profesión bautismal. (…) Esto deja claro que las afirmaciones cristológicas de fe del Concilio están insertas en la historia de salvación entre Dios y sus criaturas.

La afirmación fundamental del Concilio: el “homoousios”, abstrae de toda consideración histórico-salvífica.

San Atanasio (…) subrayó repetidamente y con eficacia la dimensión soteriológica que el Credo niceno expresa. Escribe en efecto que el Hijo, que descendió del cielo, «nos hizo hijos para el Padre y, habiendo llegado Él mismo a ser hombre, divinizó a los hombres. No se trata de que siendo hombre posteriormente haya llegado a ser Dios, sino que siendo Dios se hizo hombre para divinizarnos a nosotros».

Si nosotros podemos llegar a ser divinizados, ¿por qué no habría podido también ser divinizado Cristo? ¿Cómo se puede hablar de una divinización humana sin incurrir en flagrante panteísmo? Obviamente no estoy negando la divinización sobrenatural humana, sino indicando que incluso desde la sobrenaturalidad se trata de un asunto dificilísimo en extremo, y pienso que no está bien resuelto todavía en la teología oficial.

Sólo si el Hijo es verdaderamente Dios esto es posible: ningún ser mortal, de hecho, puede vencer a la muerte y salvarnos; sólo Dios puede hacerlo.

Si nosotros, que somos, por naturaleza, mortales, podemos ser divinizados, es evidente que también podríamos entonces vencer la muerte en nuestra misma divinización, y ya no sería cierto que sólo Dios pudiera vencerla.

Se dirá que nosotros podemos vencerla como don de Dios, lo que está bien; pero ¿acaso no se ha dicho también que la vencemos, siendo divinizados?, y entonces deberíamos poder alcanzar consiguientemente todo lo que Dios es, con inclusión de su omnipotencia, eternidad, necesidad, etc. ¿O de qué divinización estamos hablando? Evidentemente, esa palabra queda muy bonita y expresiva, pero reitero que genera problemas inmensos y muy peliagudos en cuanto se busca una mínima precisión.

El Credo niceno no nos habla, por tanto, de un Dios lejano, inalcanzable, inmóvil, que descansa en sí mismo, sino de un Dios que está cerca de nosotros, que nos acompaña en nuestro camino por las sendas del mundo y en los lugares más oscuros de la tierra.

¿Cómo que Dios no es lejano, ni inalcanzable, ni inmóvil? ¿Dónde niega Nicea la trascendencia e inmutabilidad divinas? Precisamente lo que hace es aplicarlas al Hijo en el mismo sentido que se aplican al Padre.

La Encarnación es otra cuestión, que obviamente no afecta estrictamente a la divinidad en sí misma.

Esto revoluciona las concepciones paganas y filosóficas de Dios.

No hay ninguna revolución de la concepción filosófica pagana de Dios, pues, en el caso, por ejemplo, del sistema aristotélico, la teología católica ha seguido aplicando, en líneas generales, sus ideas a la naturaleza divina; la revolución está en la noción misma de la Trinidad, que la teología se ha esforzado en explicar desde parámetros racionales, porque ésa es justamente su misión.

Otra palabra del Credo niceno es para nosotros hoy particularmente reveladora. La afirmación bíblica «se hizo carne», precisada añadiendo la palabra «hombre» después de la palabra «encarnado». Nicea toma así distancia de la falsa doctrina según la cual el Logos habría asumido sólo un cuerpo como revestimiento exterior, pero no el alma humana, dotada de entendimiento y libre albedrío.

Aquí hay que llevar mucho cuidado, porque la naturaleza humana de Cristo no era libre al margen de la divina, sino que, obviamente, y sin dar la razón a la herejía monotelita, hay una unidad moral necesaria, que no de naturaleza, entre la voluntad divina y la humana de la única persona del Verbo.

Al contrario, quiere afirmar lo que el Concilio de Calcedonia (451) declararía explícitamente: en Cristo, Dios ha asumido y redimido al ser humano entero, con cuerpo y alma.

Efectivamente, hubo una asunción completa de la naturaleza humana de Cristo, pero en la única persona del Verbo, lo que impone una coherencia radical de la naturaleza humana con la divina tanto a nivel intelectivo —y de ahí que el magisterio hable de la visión beatífica— como a nivel volitivo, del que resulta la mentada unidad moral.

El Hijo de Dios se hizo hombre —explica san Atanasio— para que nosotros, los hombres, pudiéramos ser divinizados.

Esto, como se ha dicho, es tan bonito como difícil de explicar racionalmente, y no por simple curiosidad racional, sino por la necesidad teológica de alcanzar una explicación coherente que excluya toda desviación aberrante.

La divinización no tiene nada que ver con la auto-deificación del hombre. Por el contrario, la divinización nos protege de la tentación primordial de querer ser como Dios (cf. Gn 3,5). Aquello que Cristo es por naturaleza, nosotros lo llegamos a ser por gracia.

Cierto, pero un panteísmo por gracia no dejaría de ser panteísmo; por eso hay que explicar cómo es posible una divinización no panteísta.

Por la obra de la redención, Dios no sólo ha restaurado nuestra dignidad humana como imagen de Dios, sino que Aquel que nos creó de modo maravilloso nos ha hecho partícipes, de modo más admirable aún, de su naturaleza divina (cf. 2 P 1, 4).

La naturaleza divina, dada su absoluta simplicidad, es imparticipable, y además esa cita bíblica no habla literalmente de participación, sino de consorcio, que es algo mucho más amplio.

La divinización es, por tanto, la verdadera humanización.

Esto es sencillamente una contradicción, pues la naturaleza divina y la humana son inconmensurables entre sí y, por ende, la divina no se puede considerar como la meta o la perfección de la humana; ¿se entiende ya por qué he ido advirtiendo de los peligros de la noción de la divinización?

Aquí, habiéndose rebasado la más elemental precaución, hay, en definitiva, una evidente herejía literal que va en la línea de Dignitas infinita, pero que incluso la supera, por no limitarse a introducir derechos divinos en la naturaleza humana, sino por poner la culminación de ésta en alcanzar la divina, que entonces ya no sería propiamente trascendente; quedan contradichos estos textos dogmáticos: Dz 432: Cuando la Verdad misma (…) dice: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto», es como si más claramente dijera: «Sed perfectos por la perfección de la gracia, como vuestro Padre celestial es perfecto por la perfección de naturaleza», es decir: cada uno a su modo, porque no puede afirmarse tanta semejanza entre el creador y la criatura, sin que haya de afirmarse mayor desemejanza. Si alguno, pues, osare defender o aprobar en este punto la doctrina del predicho Joaquín (de Fiore), sea por todos rechazado como hereje; Dz 1701: Errores de nuestra edad (…): Dios se está haciendo en el hombre y en el mundo; Dz 1782: Hay un solo Dios verdadero y vivo (…), infinito (…) en toda perfección, el cual (…) debe ser predicado como distinto del mundo real y esencialmente (…), e inefablemente excelso por encima de todo; Dz 1804: Si alguno dijere que las cosas finitas, ora corpóreas, ora espirituales, o por lo menos las espirituales, han emanado de la sustancia divina, o que la divina esencia por manifestación o evolución de sí se hace todas las cosas, (…) sea anatema; y Dz 2108: Al puro y descarado panteísmo conduce la otra doctrina sobre la inmanencia divina, porque preguntamos: ¿esta inmanencia distingue a Dios del hombre, o no lo distingue? (…) Si no lo distingue, tenemos el panteísmo; (…) Dios es una sola y misma cosa con el hombre; de ahí el panteísmo.

Aunque se haya criticado antes la tentación original de llegar a ser como Dios: la “autodeificación”, ahora se le está dando la razón, pues, como toda naturaleza tiene derecho a alcanzar por sí misma su propia perfección, resulta que, si la perfección de la humana está en alcanzar la divinidad, este logro ya no precisa de ninguna gracia, que siempre es sobrenatural e inmerecida, sino que, antes bien, le es debido estrictamente a la naturaleza humana, y el hombre no estaría sino honrando su propio derecho, al exigírselo a Dios.

Esto es tan grave, que sólo encuentra paralelo en la tesis central de la secta masónica norteamericana de los mormones, que dice que Dios fue hombre, pero no por Encarnación, sino porque surgió como hombre y llegó a ser Dios, que es lo que nosotros también podríamos llegar a ser desde el mormonismo.

Se repite entonces, pero a un nivel aún más radical, el fenómeno que ya se dio en el magisterio de Francisco: la aparición de herejías formales, de las que se supone que el magisterio pontificio, aun el ordinario, debería estar exento por la asistencia del Espíritu Santo, tal como explica el punto 892 del Catecismo oficial de la Iglesia Católica; sin embargo, el hecho patente está ahí, y yo simplemente cumplo con mi obligación ministerial de denunciarlo, como dice el punto 2088 del mismo Catecismo: “El primer mandamiento nos pide que alimentemos y guardemos con prudencia y vigilancia nuestra fe, y que rechacemos todo lo que se opone a ella”, y el Código de Derecho Canónico recuerda en el canon 750: “Todos están obligados a evitar cualquier doctrina contraria”, e incluso lo indica también Dz 1105, condenando esta tesis: “Aunque te conste evidentemente que Pedro es hereje, no estás obligado a denunciarlo, en caso de que no puedas probarlo”; queda, por tanto, claro, que ni siquiera quien pasa por Pedro puede estar exento de la reprensión en cuestiones de fe.

He aquí por qué la existencia del hombre apunta más allá de sí misma, busca más allá de sí misma, desea más allá de sí misma y está inquieta hasta que reposa en Dios: Deus enim solus satiat, ¡Sólo Dios satisface al hombre! Sólo Dios, en su infinitud, puede saciar el deseo infinito del corazón humano, y por eso el Hijo de Dios ha querido hacerse nuestro hermano y redentor.

Es cierto que el deseo del hombre, por su carácter racional, tiende a la infinitud, pero de manera imprecisa, pues no se puede desear lo que no se conoce, y humanamente no se puede conocer en sí misma la infinitud real de Dios; por eso tal deseo carece de objeto formal estricto y no da ningún derecho, sino que sólo evidencia la apertura intencional humana al misterio divino.

Quizás parezca que debería derivarse la existencia de una potencia obediencial humana en la misma naturaleza; pero, como toda potencia debe, por definición, tener un acto que la cumpla y al que está ordenada, lo que no ocurre aquí, pues la divinización —y ésa es una clave capital— no se puede cumplir a nivel de la naturaleza, se sigue la rotunda improcedencia de hablar de potencia obediencial humana, sino que habría que limitarse a señalar una tendencia imprecisa; se añade la consideración del carácter contraproducente de ese mismo deseo para la naturaleza humana, la cual, al desear lo que en sí es misterioso, se reconoce no sólo incapaz de alcanzarlo, sino obligada también para ello a negarse a sí misma, por haber de tener que desistir de la exigencia natural de comprenderlo todo.

11- El amor a Dios sin el amor al prójimo es hipocresía; el amor radical al prójimo, sobre todo el amor a los enemigos sin el amor a Dios, es un heroísmo que nos supera y oprime.

El amor radical al prójimo es completamente imposible para la naturaleza humana, la cual, deseando siempre lo que presenta una razón de bien para ella, muestra su carácter medularmente egoísta; por eso no hay más amor verdadero natural que el divino, en el cual el Padre no ama al Hijo para sí, lo que efectivamente sería egoísta, sino para el Espíritu Santo, quien así es la persona resultante de ese acto de amor, como el Hijo lo es del acto de autoconocimiento del Padre; consiguientemente, no tiene sentido hablar de heroísmo ninguno, cuando éste se refiere simplemente a lo que es muy difícil o imposible de modo ordinario, pero no de modo extraordinario, como también sería el caso.

12- Aunque la plena unidad visible con las Iglesias ortodoxas y ortodoxas orientales y con las Comunidades eclesiales nacidas de la Reforma aún no nos ha sido dada, el diálogo ecuménico nos ha llevado, sobre la base del único bautismo y del Credo niceno–constantinopolitano, a reconocer a nuestros hermanos y hermanas en Jesucristo en los hermanos y hermanas de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales y a redescubrir la única y universal Comunidad de los discípulos de Cristo en todo el mundo.

¿Qué sentido tiene hablar de una única y universal comunidad de los discípulos de Cristo? ¿Acaso es esa comunidad la que realiza las notas constitutivas de la Iglesia católica: unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad? ¿No se está negando entonces el dogma de que la Iglesia católica es la única Iglesia visible de Cristo, mientras que todas las demás no lo son, por el mismo hecho de la separación, y así sólo cuentan con los medios salvíficos que han conservado de la Iglesia católica, y que únicamente son fructíferos en aquellos que se mantengan ahí por ignorancia invencible y, por ende, inculpable?

¿Quién es nadie para rebajar la importancia de la Iglesia católica, equiparándola a otras iglesias, cuando sólo la primera es la única esposa de Cristo, instrumento del Espíritu, y sacramento efectivo de salvación? Así, los sacramentos que tengan otras iglesias funcionan porque, en realidad, no son de éstas sino de aquélla, y, como mucho, estas iglesias separadas podrían ser comparadas, por lo que mantengan de la católica, a sacramentales, cuya fructificación se limita a la disponibilidad del sujeto; o sea: dependiendo de la ya dicha inculpabilidad que éste tenga en su situación personal de separación.

Compartimos de hecho la fe en el único y solo Dios, Padre de todos los hombres, confesamos juntos al único Señor y verdadero Hijo de Dios Jesucristo y al único Espíritu Santo, que nos inspira y nos impulsa a la plena unidad y al testimonio común del Evangelio. ¡Realmente lo que nos une es mucho más de lo que nos divide!

Como basta negar un solo dogma para perder enteramente la fe católica, resulta ridículo hablar de lo mucho que nos une, pues, hasta que no se haya alcanzado la comunión en toda la doctrina católica, no se habrá hecho nada efectivo para la unión real.

Para poder ejercer este ministerio de modo creíble, debemos caminar juntos para alcanzar la unidad y la reconciliación entre todos los cristianos.

Esa unidad sólo se puede alcanzar desde la comunión en la integridad de la doctrina católica.

El Credo de Nicea puede ser la base y el criterio de referencia de este camino. Nos propone, de hecho, un modelo de verdadera unidad en la legítima diversidad.

En cuestiones de fe no hay ninguna legítima diversidad, ya que toda divergencia dogmática supone la ruptura total.

Unidad en la Trinidad, Trinidad en la Unidad, porque la unidad sin multiplicidad es tiranía, la multiplicidad sin unidad es desintegración.

Es pura retórica sin el más mínimo sentido, pues ¿qué tienen que ver la unidad de naturaleza y la multiplicidad personal trinitarias con la unidad de fe de la Iglesia, que no admite la menor discrepancia dogmática?

La dinámica trinitaria no es dualista, como un excluyente aut-aut, sino un vínculo que implica, un et-et.

Ese esquema no tiene ninguna aplicación en el caso trinitario, fundado en la unidad absoluta y en la multiplicidad relativa.

Debemos dejar atrás controversias teológicas que han perdido su razón de ser para adquirir un pensamiento común y, más aún, una oración común al Espíritu Santo, para que nos reúna a todos en una sola fe y un solo amor.

Resulta incomprensible que se hable de “controversias teológicas que han perdido su razón de ser”, cuando resulta que históricamente todas las rupturas se han debido a diferencias dogmáticas tan considerables que han justificado la declaración de la excomunión por parte de los papas coetáneos.

Esto no significa un ecumenismo de retorno al estado anterior a las divisiones, ni un reconocimiento recíproco del actual statu quo de la diversidad de las Iglesias y Comunidades eclesiales, sino más bien un ecumenismo orientado al futuro, de reconciliación en el camino del diálogo, de intercambio de nuestros dones y patrimonios espirituales.

Pretender un retorno al estado anterior sería negar todo el desarrollo dogmático realizado por la Iglesia católica, y, a su vez, validar la situación actual sería relativizar la doctrina de esta misma Iglesia; pero hablar de mirar al futuro es algo tan manido como gratuito, pues en el futuro no hay nada todavía, y, por más que se mire, va a seguir sin aparecer nada hasta que pase a ser presente.

Se trata de un desafío teológico y, aún más, de un desafío espiritual, que requiere arrepentimiento y conversión por parte de todos.

Eso es cierto: la conversión siempre es necesaria, pues históricamente siempre suele haber errores y pecados por parte de todos; pero la conversión ha de ser, sobre todo, hacia la verdad, y la única verdad plena es la de la doctrina católica, aunque siempre quepan aclaraciones y profundizaciones; por eso los católicos debemos convertirnos moralmente, pero no doctrinalmente, y la Iglesia católica podrá reconocer muchos errores históricos, pero ninguno estrictamente en su doctrina, sino que en ésta son los no católicos los únicos que tienen que corregir los errores.

Ven, Amor del Padre y del Hijo, a reunirnos en el único rebaño de Cristo.

El único rebaño de Cristo es la Iglesia católica, gobernada y apacentada por los únicos pastores legítimos, que representan verdaderamente a Cristo.

No se entiende que primero, en el acto conjunto con el patriarca cismático de Constantinopla, se omitiera el “Filioque”, para profesar el credo niceno-constantinopolitano tal cual, lo que ya está mal, porque ese añadido es fundamental para establecer la divinidad de Cristo y la personalidad del Espíritu Santo, y para distinguir sus sendas procesiones, y que luego en este texto se vaya más allá del mismo añadido, asumiendo la teoría trinitaria psicológica de Ricardo de San Víctor, que reducía todo el proceso psicológico a un solo acto: el amor; y así distinguía la procesión del Hijo como acto de amor del Padre al anterior, y la del Espíritu Santo como acto de amor mutuo entre el Padre y el Hijo, quienes así tendrían que aparecer como un mismo principio de dos actos distintos: el del amor de cada uno al otro. También santo Tomás intentó, de algún modo, asumir e integrar esta teoría (Suma Teológica I, q. 36, a. 4, y q. 37, a. 2); pero hay un escollo insoluble, ya que los actos, aun brotando directamente de la naturaleza, tienen como principio fundamental al sujeto o persona, que así es el que los constituye numéricamente; lo que quiere decir que, aunque un único sujeto pueda realizar muchos actos, sin embargo, un único acto sólo puede estar realizado por un único sujeto, pues el acto de otro sujeto es necesariamente un acto distinto, debiéndose reducir a un único principio fundamental; por donde se ve el carácter intransferible del sujeto, que puede, obviamente, comunicar un acto, pero no lo que exclusivamente pone el sujeto en su propio acto: la comunicación misma, que sólo puede tener un sujeto emisor, mientras que cualquier otro sujeto sólo podrá ser receptor.

No queda más remedio que reconocer que ahí el Doctor Angélico se equivocó, haciendo la distinción —imposible de modo excluyente— entre los sentidos esencial y nocional de un mismo acto: el de amar, y entre “espirador” y “espirante”, cuando, por un lado, todo acto, brotando inmediatamente de la naturaleza, debe tener necesariamente un sentido esencial, y, por otro, no se puede decir que, siendo dos espirantes, el Padre y el Hijo no sean también dos espiradores, pues es evidente que en ambos casos se los designa como agentes de la espiración; ahora bien, como todo acto debe tener su principio fundamental o sujeto productor, que sólo puede ser uno, por ser el que principalmente individualiza el acto mismo, entonces el acto espirativo, teniendo que ser uno solo para que brote una sola persona receptora —el Espíritu—, sólo puede tener correspondientemente una sola persona emisora, indistintamente del nombre que se le dé. Esto aún adquiere mayor fuerza en el caso divino, por cuanto los actos divinos, debiendo ser completamente perfectos, sólo se pueden distinguir por los términos y no por ninguna imperfección, que es la que hace que, por ejemplo, un mismo sujeto humano deba aplicar muchos actos al conocimiento del idéntico objeto; por eso, como en la divinidad sólo caben dos actos psicológicos: el intelectivo y el volitivo, sólo caben también un emisor y un receptor para cada uno, y de ahí que un solo acto sea incapaz de distinguir tres sujetos.

Se preguntará entonces si, si el Padre tiene que ser el único emisor de los dos actos, mientras que el receptor del primero será el Hijo, y el del segundo el Espíritu, cómo es posible afirmar que el último también procede del anterior; y se responde desde la consideración psicológica de dichos actos, ya que, por una parte, como sólo se puede amar lo que se conoce, el acto volitivo depende necesariamente del intelectivo, y, por otra, el sentido del acto del que procede el Espíritu consiste, como se adelantó, en que el Padre, habiéndose conocido a sí mismo en el Hijo, lo ama, no para sí mismo, lo que supondría egoísmo, sino para el Hijo. Así se puede ver cómo la procesión del Espíritu depende de la del Hijo y también de la persona misma del Hijo, y en ese sentido se dice que el Espíritu procede también del Hijo, y no sólo del Padre.

Se deriva, en primer lugar, que, aunque la expresión “Filioque” sea, obviamente, acertada —pues el Espíritu también procede del Hijo—, la expresión “Per Filium” es empero más atinada por precisa, ya que el Espíritu no procede del Hijo como del propio emisor, que es sólo el Padre, sino que el Hijo sólo interviene pasivamente en esa procesión; la segunda derivación es que, si queda claro que el Hijo entonces permanece en total pasividad dentro de la Trinidad, otro tanto habrá que decir, y con más razón, del Espíritu, quien encima no interviene en la producción de ningún acto. Por eso es trivial dentro de la Trinidad la distinción entre el sentido nocional y el esencial de los actos, ya que ahí todo acto es, en realidad, esencial, por brotar directamente de la esencia, y nocional, por tener como sujetos últimos a aquellos a los que cada acto constituye, mientras que el sentido exclusivamente esencial sólo se da en los actos “ad extra”, en los cuales las personas trinitarias —que aparecen exclusivamente, dado su carácter estrictamente relativo, en las relaciones establecidas por los actos “ad intra”— actúan como un solo principio. Se puede ver, en definitiva, cómo aplicar ese mismo argumento “ad extra” para un acto “ad intra”, de modo que se pueda afirmar también que varias personas emisoras actúan como un solo principio, es un gran error que confunde dos planos tan dispares; sino que entonces, en la procesión del Espíritu, sólo una persona —el Padre— puede actuar activamente como emisor, mientras que el Hijo sólo puede actuar pasivamente, aunque no sea el receptor de la procesión —que lo es el Espíritu—, sino el del acto de amor del Padre, lo que viene a indicar que el acto psicológico fundamenta la procesión, pero no es la misma procesión, sino que, en el caso de la segunda, el acto, con el Padre como emisor y el Hijo como receptor, tiene un esquema distinto del de la procesión, en la que el receptor es el Espíritu, y el emisor el Padre a través del Hijo. Esa diferencia radica en que la procesión es la comunicación misma que fundamenta toda relación, mientras que el acto psicológico expresa las relaciones que establece cada procesión, y que, en el caso de la primera procesión, es una sola: la dada entre el Padre y el Hijo, ya que el Padre no se conoce a sí mismo en sí mismo, lo que es imposible, sino en el Hijo; y, en el caso de la segunda procesión, son dos: la dada primero entre el Padre como amante y el Hijo como amado, y la dada también entre el Hijo como amado y el Espíritu como beneficiario de ese amor, ya que el Padre, como se dijo, no ama al Hijo para sí mismo sino para el Espíritu.

Un corolario trascendental por su alcance es que, como la concepción solipsista de la divinidad, propia de Aristóteles, para quien Dios es pensamiento autopensante, es imposible —pues sin distinción real de términos no hay relación real, y sin ésta no hay tampoco acto real—, toda concepción monoteísta unitarista, como, por ejemplo, la islámica, confluye en un Dios completamente inactivo, incapaz de realizar ningún acto real, por carecer de término también real sobre el que actuar, para relacionarse realmente; en suma, la Trinidad es la única posibilidad de concebir lógicamente una divinidad activa, de donde no se deriva, sin embargo, que la Trinidad sea asequible a la sola razón humana, la cual, de hecho, sólo ha sido capaz, en su indigencia, de percatarse de esto tras el conocimiento del misterio trinitario mediante la revelación cristiana.

Indícanos los caminos que hay que recorrer, para que con tu sabiduría volvamos a ser lo que somos en Cristo: una sola cosa, para que el mundo crea.

Es falso que todos los cristianos ya seamos una sola cosa en Cristo, pues la Iglesia católica es medio necesario para unirse a Cristo, y sólo los que, estando fuera visiblemente, están afectados de ignorancia invencible e inculpable, pueden estar realmente unidos a Cristo, estándolo implícitamente a la Iglesia católica.

 

Nota: Los artículos publicados como Tribuna expresan la opinión de sus autores y no representan necesariamente la línea editorial de Infovaticana, que ofrece este espacio como foro de reflexión y diálogo.

Ayuda a Infovaticana a seguir informando