El Papa en el Jubileo de la Diplomacia Italiana: «El cristiano es siempre hombre de la Palabra»

El Papa en el Jubileo de la Diplomacia Italiana: «El cristiano es siempre hombre de la Palabra»

En el marco del Jubileo de la Diplomacia Italiana, el Papa León XIV recibió este sábado 13 de diciembre a los participantes en una audiencia celebrada en el Aula Pablo VI del Vaticano. En su discurso, el Pontífice ofreció una reflexión de fondo sobre el sentido cristiano de la diplomacia, subrayando el valor de la esperanza, del diálogo y del uso honesto de la palabra como fundamentos imprescindibles para la construcción de la paz en un contexto internacional marcado por tensiones y conflictos.

Dejamos a continuación las palabras de León XIV:

Señor Ministro,
Eminencia Reverendísima,
Excelencias,
Señoras y Señores:

Me complace especialmente saludarles y darles la bienvenida hoy, con ocasión de este Jubileo de la Diplomacia Italiana. Su peregrinación a través de la Puerta Santa da un carácter propio a este encuentro nuestro y nos permite compartir la esperanza que llevamos en el corazón y que deseamos testimoniar al prójimo. Esta virtud, en efecto, no se refiere a un deseo confuso de cosas inciertas, sino que es el nombre que adopta la voluntad cuando se orienta firmemente hacia el bien y la justicia que percibe como ausentes.

La esperanza adquiere así un significado precioso para el servicio que ustedes desempeñan: en la diplomacia, solo quien espera de verdad busca y sostiene siempre el diálogo entre las partes, confiando en la comprensión recíproca incluso ante dificultades y tensiones. Puesto que esperamos entendernos, nos comprometemos a hacerlo buscando los modos y las palabras mejores para alcanzar el entendimiento. A este respecto, es significativo que pactos y tratados queden sellados por un acuerdo: esta cercanía del corazón —ad cor— expresa la sinceridad de gestos como una firma o un apretón de manos, que de otro modo quedarían reducidos a meras formalidades procedimentales. Aparece así un rasgo característico que distingue la auténtica misión diplomática del cálculo interesado en beneficios parciales o del equilibrio entre rivales que ocultan sus respectivas distancias.

Queridísimos, para resistir a tales derivas miremos el ejemplo de Jesús, cuya testimonio de reconciliación y de paz brilla como esperanza para todos los pueblos. En nombre del Padre, el Hijo habla con la fuerza del Espíritu Santo, realizando el diálogo de Dios con los hombres. Por eso todos nosotros, hechos a imagen de Dios, experimentamos en el diálogo, al escuchar y al hablar, las relaciones fundamentales de nuestra existencia.

No por casualidad llamamos madre a nuestra lengua nativa, aquella que expresa la cultura de nuestra patria, uniendo al pueblo como una familia. En la propia lengua, cada Nación da testimonio de una comprensión específica del mundo, tanto de los valores más elevados como de las costumbres más cotidianas. Las palabras son ese patrimonio común a través del cual florecen las raíces de la sociedad que habitamos. En un clima multiétnico se vuelve entonces indispensable cuidar el diálogo, promoviendo la comprensión recíproca e intercultural como signo de acogida, de integración y de fraternidad. A nivel internacional, este mismo estilo puede dar frutos de cooperación y de paz, con tal de que perseveremos en educar nuestro modo de hablar.

Solo cuando una persona es honesta, en efecto, decimos que es “de palabra”, porque la mantiene como signo de constancia y fidelidad, sin cambios de rumbo. Del mismo modo, una persona es coherente cuando hace lo que dice: su palabra es la buena prenda que ofrece a quien la escucha, y el valor de la palabra dada demuestra cuánto vale la persona que la pronuncia.

En particular, el cristiano es siempre hombre de la Palabra: de aquella que escucha de Dios, ante todo, correspondiendo en la oración a su llamada paterna. Cuando fuimos bautizados, se trazó sobre nuestros oídos el signo de la Cruz, diciendo: “Effatá”, es decir, “Ábrete”. En ese gesto, que recuerda la curación realizada por Jesús, queda bendecido el sentido mediante el cual recibimos las primeras palabras de afecto y los elementos culturales indispensables que sostienen nuestra vida, en la familia y en la sociedad.

Así como los sentidos y el cuerpo, también el lenguaje debe ser educado, precisamente en la escuela de la escucha y del diálogo. Ser auténticos cristianos y ser ciudadanos honestos significa compartir un vocabulario capaz de decir las cosas como son, sin doblez, cultivando la concordia entre las personas. Por ello es compromiso nuestro y de ustedes, especialmente como Embajadores, favorecer siempre el diálogo y volver a tejerlo cuando se interrumpa.

En un contexto internacional herido por abusos y conflictos, recordemos que lo contrario del diálogo no es el silencio, sino la ofensa. Allí donde, en efecto, el silencio abre a la escucha y acoge la voz de quien está delante de nosotros, la ofensa es una agresión verbal, una guerra de palabras que se arma de mentiras, propaganda e hipocresía.

Comprometámonos con esperanza a desarmar proclamas y discursos, cuidando no solo su belleza y precisión, sino ante todo su honestidad y prudencia. Quien sabe qué decir no necesita muchas palabras, sino solo las justas: ejercitémonos, pues, en compartir palabras que hacen bien, en elegir palabras que construyen entendimiento, en testimoniar palabras que reparan los agravios y perdonan las ofensas. Quien se cansa de dialogar, se cansa de esperar la paz.

A este respecto, señoras y señores, evoco con ustedes el apremiante llamamiento que san Pablo VI dirigió a la Asamblea de las Naciones Unidas hace exactamente sesenta años. Aquello que une a los hombres, observaba mi venerado Predecesor, es un pacto sellado «con un juramento que debe cambiar la historia futura del mundo: ¡nunca más la guerra, nunca más la guerra! ¡La paz, la paz debe guiar los destinos de los Pueblos y de toda la humanidad!» (Discurso ante las Naciones Unidas, 5). Sí, la paz es el deber que une a la humanidad en una búsqueda común de justicia. La paz es el propósito que, desde la noche de Navidad, acompaña toda la vida de Cristo, hasta su Pascua de muerte y resurrección. La paz es el bien definitivo y eterno que esperamos para todos.

A fin de custodiar y promover la paz verdadera, sean, pues, hombres y mujeres de diálogo, sabios en leer los signos de los tiempos según ese código del humanismo cristiano que está en la base de la cultura italiana y europea. Deseándoles lo mejor para el servicio que están llamados a desempeñar, imparto sobre ustedes y sus familias la Bendición apostólica.

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