El mayor himno de Adviento

El mayor himno de Adviento

Por Michael Pakaluk

Quien rece el Oficio Divino dirá el Benedictus cada mañana, pues es el himno conclusivo de Laudes (la oración de la mañana). También se le llama “El Cántico de Zacarías”, el padre de Juan el Bautista, quien entonó el Benedictus (“Bendito sea Dios”) cuando su hijo recién nacido fue circuncidado, al octavo día.

Más exactamente, lo cantó después de la ceremonia de la imposición del nombre. Si la antigua práctica judía era como la actual: primero, el niño era circuncidado, acto que se entendía como su ingreso en la alianza de Abraham. Luego, su padre declaraba el nombre del niño, que los padres habrían mantenido en secreto hasta ese momento.

La ceremonia de la circuncisión era una reunión festiva de amigos y parientes. Por lo visto, era tan evidente para la multitud que el niño debía llamarse “Zacarías”, como su padre, que empezaron a pronunciar ese nombre espontáneamente, como si fuera un hecho consumado (Lucas 1,59). Zacarías seguía mudo; por tanto, correspondió a la madre, Isabel, contradecirlos: “De ninguna manera; sino que se llamará Juan” (v. 60, Douay-Rheims). Era un papel apropiado para ella, pues había sido la que creyó las palabras del ángel.

Y sin embargo, era el padre quien tenía la autoridad final sobre el nombre (como cuando José nombraría después a Jesús). Por tanto, se dirigieron a Zacarías.

Sobre esto, Lucas escribe, curiosamente: “Hacían señas a su padre para saber cómo quería que se llamase”, lo cual ha desconcertado a los comentaristas. Después de todo, fue Zacarías quien quedó mudo: ¿por qué necesitaban hacerle señas? Las mejores respuestas son que Zacarías fue castigado con sordera además de mudez; o que la multitud cometió el muy humano error de suponer que necesitaban comunicarse con él “en su idioma”. Si esto último, ¡qué entrañable que Lucas conserve este pequeño detalle, recordado claramente por todos los presentes como un equívoco simpático!

Había a mano una tablilla de escritura. Y en esto hay una lección, porque las tablillas de entonces eran como los blocs de notas de ahora. Siempre estaban disponibles, y por ello apóstoles como Mateo, que era escribano de oficio, habrían estado escribiendo en ellas continuamente. Pero aquellas tablillas de cera y madera fina eran frágiles y no han sobrevivido desde la Antigüedad clásica salvo en circunstancias inusuales, por ejemplo, si quedaban en cuevas frías y secas.

Así, Zacarías toma la tablilla y escribe: “Juan es su nombre”. Lucas dice que la multitud “se maravilló” de ello. Se maravillaron; se desconcertaron; quedaron asombrados. En los evangelios, el asombro es la reacción típica de una multitud, superficial y poco reflexiva, cuando se encuentra con algo extraño.

Justo entonces, sin embargo, Zacarías recupera la capacidad de hablar. Y, significativamente, sus primeras palabras no son “Juan es su nombre”, sino que bendice a Dios. Y ahora la multitud responde con temor, porque reconocen que algún poder numinoso está actuando allí, en medio de ellos.

Este nuevo temor ha infundido algo de sensatez en ellos, porque ven que el milagro fue realizado no tanto por el padre, sino para señalar al hijo recién nombrado: “¿Qué piensas que llegará a ser este niño?”, se preguntan mutuamente.

Zacarías responde a su pregunta, y ese es su Cántico o Himno. Pronunció esas palabras como profecía, estando “lleno del Espíritu Santo”, como escribe Lucas.

Podría pensarse que compuso el Himno con antelación, durante sus largos meses de silencio, con la esperanza de que algún día podría cantarlo. Pero las palabras de Lucas excluyen esa interpretación. Lo que el Espíritu inspira a alguien a decir es precisamente aquello que no se prepara de antemano (“el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que debéis decir”, Lucas 12,12). Y, sin embargo, si fue inspirado en el momento, ¿pudieron recuperarse luego esas palabras con exactitud? Incluso sin la ayuda del Espíritu, en una cultura oral, con toda una multitud trabajando en ello (“todas estas cosas se divulgaron por toda la serranía de Judea”), sí.

Para el Himno mismo, recomiendo la traducción Douay-Rheims (aquí), que sigue de cerca el griego y la Vulgata, y que conserva toda su imaginería sorprendente:

Ha levantado para nosotros un cuerno de salvación (v. 69).

Sí, es como la potencia viril de un carnero fuerte con sus cuernos. El Salvador es un guerrero, poderoso en la batalla. “¡Alzad, oh puertas, vuestras cabezas! Y alzaos, puertas antiguas, para que entre el Rey de la gloria! ¿Quién es este Rey de la gloria? El Señor, fuerte y poderoso; el Señor, poderoso en la batalla” (Salmo 24,7-8, RSVCE).

Y luego:

Por las entrañas de misericordia de nuestro Dios.

Las “entrañas” son el lugar donde sentimos la pasión de la misericordia. Un espíritu puro no tiene entrañas ni pasiones similares. La frase puede ser metafórica, claro está, y sin embargo apunta a la Encarnación: “Y al ver a las multitudes, tuvo compasión de ellas [literalmente, sintió misericordia en sus entrañas], porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas sin pastor” (Mateo 9,36). Después de todo, Zacarías dice: “Bendito sea el Señor, Dios de Israel”, “porque ha visitado a su pueblo”. Él habitó entre nosotros (Juan 1,14).

De esta misericordia divina,

El Oriente que nace de lo alto nos ha visitado, para iluminar a los que están en tinieblas y en sombra de muerte.

El Oriente es la estrella de la mañana, que precede al sol naciente. La expresión podría simplemente referirse a María, quien había visitado a Zacarías y a quien todos llamarían después Stella Matutina, la Estrella de la Mañana. (Recordemos: es el Espíritu quien habla por medio de él.) O “el Oriente” puede significar la aurora, como en la antífona: “O Oriens —esplendor de la luz eterna, sol de justicia”. Y entonces señala un tiempo de Adviento.

Buscamos en nuestros servicios de streaming un himno de Adviento que sea comparable a nuestros amados himnos de Navidad: el Espíritu nos ha dado el mejor de todos.

 

Sobre el autor

Michael Pakaluk, especialista en Aristóteles y Ordinarius de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino, es profesor de Economía Política en la Escuela de Negocios Busch de la Universidad Católica de América. Vive en Hyattsville, MD, con su esposa Catherine, también profesora en la Escuela Busch, y sus hijos. Su colección de ensayos, The Shock of Holiness (Ignatius Press), ya está disponible. Su libro sobre la amistad cristiana, The Company We Keep, está disponible en Scepter Press. Fue colaborador en Natural Law: Five Views, publicado por Zondervan el pasado mayo, y su libro más reciente sobre el Evangelio salió con Regnery Gateway en marzo, Be Good Bankers: The Economic Interpretation of Matthew’s Gospel. Puede seguirlo en Substack en Michael Pakaluk.

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