Por el P. Benedict Kiely
“Oh Dios, sé propicio y bendícenos y deja que tu rostro haga brillar su luz sobre nosotros.” Así comienza el Salmo 68, que suele rezarse en el Oficio Diario, o Breviario, al inicio del día. En el Evangelio de san Juan, Felipe dice a Jesús: “Muéstranos al Padre y eso nos basta”. Jesús responde: “Felipe, quien me ha visto a Mí ha visto al Padre”. La luz que brilla del rostro de Cristo es la luz del Padre. La bendición de contemplar el rostro de Cristo es el don que pronto celebraremos en Navidad: Dios se ha hecho hombre, y podemos mirarlo.
Esta es la razón por la que veneramos las imágenes sagradas y, de modo especial, los iconos, por la Encarnación. No adoramos las imágenes, pero se convierten en una ventana, un portal, mediante el cual podemos entrar en el misterio divino y tener, en un sentido muy real, un encuentro con Aquel que en ellas aparece. Un santo icono del rostro de Cristo, por ejemplo, es un modo de contemplar la sagrada humanidad y divinidad del Señor, y de sentir la bendición, la calidez y la luz de Su rostro.
En la bendición sacerdotal de Aarón en el Antiguo Testamento, en el Libro de los Números, él ruega que el “Señor haga resplandecer su rostro sobre ti… el Señor alce su rostro hacia ti y te conceda la paz”.
La paz de Cristo, que san Pablo nos dice que supera todo entendimiento humano, procede del resplandor del rostro del Señor. Es una presencia que calienta, que disipa la tristeza del cansancio y el desaliento.
Además de la necesidad de cultivar gratitud por el maravilloso don del Verbo hecho carne, el Adviento es tiempo de expulsar ese cansancio enervante, físico y espiritual, y la fácil desolación que proviene tanto del olvido de lo que realmente significa la Navidad como de la esclavitud a la que nos somete el torrente de malas noticias que nos rodea.
Tomás de Celano, el primer biógrafo de san Francisco de Asís, a quien suele atribuirse la invención del belén navideño, completo con el Buey y el Asno, escribió que una de las razones por las cuales san Francisco decidió crear la escena del Pesebre fue porque el “amor del mundo por Cristo se había enfriado”.
La creación de aquella escena del nacimiento de Cristo —hoy con frecuencia demasiado empalagosa y poco realista—, en el siglo XIII, cuando quizá los corazones endurecidos se derretían más fácilmente que los de hoy, hechos cínicos por un secularismo sin amor, permitió, según la leyenda, que algunos incluso vieran al Niño Jesús moverse en el pesebre.
Chesterton, aquel hombre que amó la Navidad más aún que Dickens, escribió a menudo sobre el contraste entre el calor y la comodidad del hogar, la “cosiness”, como él la llamaba, y la lluvia, el frío y la nieve del exterior. Cristo, decía, “no es solo un sol de verano para los prósperos, sino un fuego invernal para los desdichados”. Carecer del calor de Cristo es ser más que desdichado. El frío que sobreviene congela el cuerpo y el alma.
Paradójicamente, especialmente para quienes detestan el invierno en el hemisferio occidental, y encuentran la idea de esquiar —bajar por una montaña en dos tablas— una señal segura de desequilibrio mental, es una especie de bendición experimentar la falta de sol y el frío, para recordar al Hijo que nunca se pone, y al fuego invernal de Cristo, que es verdaderamente el calor de los desdichados, como lo fue toda la humanidad antes de la primera Navidad.
Esto queda confirmado por algunas palabras de san Serafín de Sarov, el santo ruso ortodoxo que murió en 1833. San Serafín pasó la mayor parte de su vida monástica como ermitaño en los bosques rusos. Como ocurre con tantos santos, su santidad parecía crear una armonía con el mundo natural, una relación prelapsaria. Los animales salvajes se acercaban a su cabaña, y en una ocasión se le vio alimentar a un oso con la mano. A pesar de ser ermitaño, la gente acudía a él, el “anciano”, como se le conocía, para recibir sabiduría espiritual.
San Serafín dijo: “Dios es un fuego que calienta el corazón… Por eso, si sentimos en nuestro corazón el frío que proviene del Demonio —porque el Demonio es frío—, invoquemos al Señor. Él vendrá a calentar nuestro corazón con amor perfecto y el frío de quien odia el bien huirá ante el calor de Su rostro”.
La bendición de Aarón —que el rostro de Dios se nos revele para bendecirnos— se ilustra maravillosamente en estas palabras de san Serafín. Su rostro se revela en el calor de la Iglesia, especialmente en la Eucaristía, donde la Presencia Real disipa el invierno del mundo. Por eso los buscadores se sienten atraídos, en el “renacimiento silencioso” que está aconteciendo en Occidente; ya han tenido suficiente del hielo ofrecido por ideologías vacías y la vacuidad consumista.
El corazón del Infierno, su epicentro, según Dante, era hielo. “El demonio es frío”, dice san Serafín, el fogoso —pues eso significa su nombre—. El pecado y el odio al Bien congelan el corazón; solo el calor del rostro de Cristo, encontrado en la oración y los sacramentos, puede derretir esa frialdad.
A medida que avanza este tiempo de Adviento, reza para que el Señor “alce su rostro sobre ti” y te conceda Su calor y Su paz.
Sobre el autor
El P. Benedict Kiely es sacerdote del Ordinariato de Nuestra Señora de Walsingham. Es el fundador de Nasarean.org, que ayuda a los cristianos perseguidos.
