La imagen de Isabel Celaá, embajadora de España ante la Santa Sede, recibiendo la sagrada Comunión en la fiesta de la Inmaculada desde un lugar de honor reservado al cuerpo diplomático, condensa una contradicción que la Iglesia no puede ignorar. No se trata de una opinión política, sino de un hecho objetivo: Celaá ha sido durante años una de las responsables públicas que más activamente han respaldado el marco legislativo que considera el aborto un derecho. Como ministra, defendió la ampliación de este “derecho”, impulsó un discurso abiertamente contrario al Evangelio de la vida y formó parte de un gobierno que convirtió la eliminación del no nacido en una prestación garantizada. Su trayectoria pública está inseparablemente unida al avance de una cultura que la Iglesia define sin ambages como gravemente contraria a la dignidad humana.
Por eso, su presencia en un lugar preeminente durante la liturgia y su acceso público a la Eucaristía plantean una cuestión grave de coherencia eclesial. La Iglesia enseña que el aborto es un mal intrínseco y que quienes cooperan formalmente o legislativamente con él se sitúan objetivamente en una ruptura con la comunión eclesial. No es una interpretación personal: el canon 915 establece que quienes persisten obstinadamente en pecado grave manifiesto no deben ser admitidos a la Comunión. La incoherencia no reside en la figura de Celaá como persona, cuya conciencia solo Dios conoce, sino en el contraste entre su acción política y el sacramento que recibe: no se puede proclamar como derecho lo que destruye vidas humanas inocentes y, al mismo tiempo, recibir el Cuerpo de Cristo, autor de esa misma vida. La Eucaristía exige verdad, y la verdad exige reconocer que ciertas posiciones públicas contradicen frontalmente el Evangelio.
Que esta escena tenga lugar precisamente el día de la Inmaculada añade un contraste simbólico todavía más doloroso. Mientras la Iglesia celebra la pureza sin mancha de María, representante del “sí” total a la vida, se ofrece la Comunión a quien ha sido un rostro visible de políticas que niegan esa vida en su primera etapa. Que esto ocurra con normalidad, sin explicación ni advertencia pastoral alguna, revela hasta qué punto en Europa hemos sustituido la claridad por la indiferencia y la caridad por la ambigüedad. No es misericordia dejar que un bautizado se presente públicamente en contradicción con la fe que profesa; es una forma de abandono espiritual.
La misión de la Iglesia no es evitar incomodidades diplomáticas, sino custodiar la santidad de la Eucaristía y guiar las conciencias hacia la verdad. En Estados Unidos, el caso de Nancy Pelosi mostró que es posible corregir pastoralmente, por caridad y por coherencia, a quienes ocupan cargos públicos y promueven leyes contrarias a la vida. En Europa, en cambio, parece que todo se tolera por evitar tensiones. Pero la fe no crece en la confusión: la ausencia de criterios claros debilita la credibilidad de la Iglesia y escandaliza a los fieles, que ven cómo se normaliza lo que el Magisterio denuncia como un mal gravísimo.
Nadie desea excluir a Isabel Celaá de la vida sacramental; al contrario, se desea su conversión plena, como la de cualquier hijo de la Iglesia. Pero la Eucaristía no es un gesto protocolario al que todos tienen derecho automático, sino el signo supremo de comunión con Cristo y su enseñanza. Cuando una figura pública ha respaldado políticas que niegan radicalmente la vida humana, recibir la Comunión sin una rectificación pública equivale a decir que esa contradicción no importa. Y sí importa: importa doctrinalmente, importa espiritualmente e importa para la credibilidad del testimonio cristiano. La verdadera caridad no consiste en permitir la incoherencia, sino en llamar a la verdad. Por eso, la escena de la Inmaculada no es una anécdota diplomática, sino un síntoma de una grave desorientación pastoral que la Iglesia debe afrontar con valentía, por el bien de su misión y por el bien de las almas.
