Federico afirma que Cobo “tiene novio”

Federico afirma que Cobo “tiene novio”

En su programa de este 20 de noviembre, Federico Jiménez Losantos dejó caer una frase que, en cualquier época mínimamente sana de la Iglesia, habría desatado un escándalo de proporciones sísmicas: «Hay alguno que tiene al novio también metido en toda clase de líos… Me refiero a Cobo, el obispo de Madrid»

No entro —porque no puedo, ni debo— a valorar si lo dicho por Federico es cierto, falso, rumor, maledicencia o exageración radiofónica. Esa no es la noticia. La noticia es que un locutor con cientos de miles de oyentes puede afirmar en antena que el arzobispo de la capital de España “tiene novio”… y la reacción social, eclesial y mediática es prácticamente cero.

Ni cejas arqueadas, ni desmentidos airados, ni defensa corporativa, ni un mínimo temblor institucional.

Y eso, justamente eso, es lo que debería helarnos la sangre.

Lo grave no es lo que se dice, sino que ya no escandaliza

Hemos entrado en un estadio eclesial insólito: la imagen pública del episcopado ha quedado tan erosionada, tan asociada al “mariconeo” clerical —palabra dura, pero realista—, que imputar públicamente a un arzobispo relaciones sentimentales impropias del estado clerical ya no provoca estupefacción, sino un bostezo.

No se trata de moralismos trasnochados. Se trata de la ruptura del vínculo simbólico entre el obispo y aquello que la Iglesia dice que representa.

Si una sociedad escucha que un arzobispo tiene novio y lo digiere sin sorpresa, significa que el signo ya no significa nada. Y ese es el verdadero colapso.

El episcopado ha llegado a un punto en que lo excepcional se ha vuelto normal

Llovía sobre mojado.
En los últimos años, los escándalos sexuales, las incoherencias doctrinales, la tibieza moral y la obsesión administrativa han dado forma a un paisaje donde la sospecha permanente se ha normalizado.

Así, cuando alguien afirma algo tan grave, en vez de contestar con un “¿cómo te atreves?”, la respuesta colectiva es un “bueno, tampoco sería tan raro…”.

La pérdida no es solo reputacional: es catequética. Cuando lo anómalo deja de sorprender, el sentido moral se atrofia. Y no hay mayor escándalo que perder la capacidad de escandalizarse.

¿Y ahora qué?

Que un locutor diga lo que dijo Federico es noticia no por él, sino por lo que revela del estado de nuestra Iglesia: una institución tan vulnerada que puede recibir un misil directo a la línea de flotación de la credibilidad episcopal… sin que suene ninguna alarma.

No se está pidiendo la crucifixión mediática de nadie.
No se está dando veracidad a una acusación que no podemos verificar.
Lo que se está señalando es el silencio, la apatía, la aceptación resignada de que “estas cosas pasan”.

En un cuerpo sano, una insinuación así causaría una reacción inmediata.
En un cuerpo anestesiado, ni se inmuta.

Y una Iglesia que deja de reaccionar ante lo que amenaza su testimonio deja de ser un signo para volverse un decorado.

Ese es el verdadero problema.
Y eso sí que debería quitarnos el sueño.

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