El error criminal de creer que «por encima de las víctimas está el bien de la Iglesia»

El error criminal de creer que «por encima de las víctimas está el bien de la Iglesia»

En los últimos días, Infovaticana ha tenido acceso a un material cuya mera existencia resulta difícil de encajar con la imagen pública que la Iglesia ofrece de sí misma. No entraremos por ahora en detalles sobre su procedencia ni sobre quién interviene en él; baste decir que se trata de una conversación privada en la que, con la serenidad de quien se siente a salvo de miradas ajenas, un alto responsable romano hablando sobre abusos a menores afirma que, ante determinados problemas graves, «por encima de las víctimas está el bien de la Iglesia». La frase cae con una naturalidad que estremece. No se pronuncia como una excepción dramática o un error verbal; aparece como un principio operativo, casi una regla no escrita.

Esa mentalidad, tan vieja como las estructuras de poder y tan resistente a las reformas, revela mejor que ningún documento oficial las inercias que todavía sobreviven en algunos ámbitos de la Curia. La idea de que la Iglesia se protege escondiendo el daño es uno de los lugares comunes más peligrosos de su historia reciente. Y, sin embargo, sigue pronunciándose, a veces con un tono paternal, otras con resignación, y en ocasiones —como en el material al que hemos tenido acceso— con una seguridad que desarma por su sinceridad.

Lo inquietante no es solo el contenido, sino la naturalidad con la que se enuncia. Hablar del “bien de la Iglesia” como algo que puede situarse por encima de la dignidad de las personas supone un desplazamiento conceptual profundo: convierte a la Iglesia en un ente abstracto con intereses propios, separados de quienes la forman. Pero la Iglesia no es una fortaleza que deba defender sus muros a cualquier precio; es una comunidad concreta de fieles. No existe un bien institucional que pueda sostenerse sobre la negación o la minimización del sufrimiento de quienes han confiado en ella.

La historia demuestra que cada intento de evitar un escándalo mediante el silencio no ha hecho sino agravar ese mismo escándalo. La lógica del encubrimiento se presenta como prudencia, pero siempre termina en devastación moral. Ha destruido la credibilidad de diócesis enteras, ha herido la fe de miles de fieles y ha multiplicado el dolor de víctimas a las que nunca se debería haber colocado en soledad. En realidad, la Iglesia nunca ha sido más fuerte que cuando ha afrontado la verdad sin miedo.

Resulta llamativo que, mientras los últimos Papas, con sus borrones, han insistido con fuerza en la prioridad absoluta de las víctimas, todavía haya quien, en ambientes discretos, invoque una especie de razón de Estado para justificar la opacidad. Es como si coexistieran dos modelos de Iglesia: uno que se expresa en documentos oficiales, y otro que pervive en conversaciones privadas donde se habla con excesiva franqueza.

Lo que está en juego no es solo una frase desafortunada. Es una forma de mirar el mundo, una manera de ejercer la autoridad y una convicción profundamente errada sobre qué significa verdaderamente proteger a la Iglesia. El bien de la Iglesia no es una entelequia invisible que compite con el bien de las víctimas de los curas pederastas; su verdadero bien se identifica precisamente con ellas. Cuando se hiere a una persona, no se protege a la Iglesia ocultándolo: se la hiere dos veces.

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