Cuando los jóvenes católicos discuten en serio (y los boomers liberales se vienen arriba)

Cuando los jóvenes católicos discuten en serio (y los boomers liberales se vienen arriba)

En medio del ruido permanente de las redes, donde la política se ha convertido en una mezcla de exabruptos y consignas, sorprende gratamente que jóvenes católicos estén discutiendo con verdadero rigor cuestiones doctrinales de fondo, como la relación entre fe y liberalismo. El detonante ha sido un artículo de Julio Llorente publicado en La Antorcha —órgano de la Asociación Católica de Propagandistas— al que ha respondido el P. Francisco José Delgado, y que a su vez dialoga en paralelo con un análisis reciente de Javier Benegas en Disidentia. Esa confluencia ha generado un debate vivo y necesario, aunque también ha desatado, en redes, un entusiasmo sobreactuado de cierto sector liberal de edad madura —el boomer liberal militante— que ha creído ver en esta polémica una oportunidad para reivindicar su caducada visión del mundo.

El punto de partida de Llorente es claro y está bien fundamentado: el liberalismo, entendido en su raíz intelectual, es incompatible con la fe católica. En su artículo escribe: El liberalismo no es un talante, tampoco una actitud, sino una concepción determinada del hombre y del cosmos, y añade que esa concepción es inseparable del naturalismo y del racionalismo moral condenados por el Magisterio desde el siglo XIX. Para Llorente, incluso el llamado liberalismo conservador —el que presume de orden, tradición y libertad responsable— no escapa a su origen hobbesiano y voluntarista, en el que la comunidad es un producto humano y no una realidad natural inscrita en el orden querido por Dios. De ahí que concluya que el liberalismo no puede fundar comunidad porque parte de un antropologismo individualista y de un naturalismo que niega la dependencia del hombre respecto de Dios.

Sin desmentir esta lectura, el P. Francisco José Delgado entra para matizar y completar el análisis, evitando que la crítica al liberalismo derive en un antiliberalismo igualmente erróneo. Su advertencia inicial es significativa: El problema no es criticar o señalar los errores del liberalismo, sino hacerlo desde un antiliberalismo tanto o más ideológico y en muchos sentidos más desviado de la antropología católica. Y enseguida recupera una distinción doctrinal crucial que en el debate público suele borrarse: la Iglesia no ha condenado cualquier forma de limitación del poder político ni cualquier defensa de libertades civiles, sino un liberalismo muy concreto. Lo formula así: Si se define el liberalismo como limitación efectiva del poder político, estado de derecho, libertades civiles dentro de una ley justa… no necesariamente cae dentro de lo condenado por la Iglesia.

El sacerdote vuelve más incisivo cuando señala una tendencia inquietante: la de ciertos católicos que, en su rechazo frontal al liberalismo, acaban abrazando discursos antiliberales ateos, nihilistas o neopaganos, como si el enemigo de mi enemigo fuera siempre mi amigo: Un ateo tendrá que negar a Dios la condición de soberano y fuente de la ley… En sentido propio, el ateísmo no puede no ser liberal bajo el sentido condenado por la Iglesia. Y para subrayarlo, recupera una sentencia del poeta falangista Rafael Sánchez Mazas: No se comprende la simpatía con la que muchos católicos han mirado antiliberalismos que eran tan heréticos o más que el liberalismo. El problema no es menor: hoy, en plena crisis cultural, muchos católicos aceptan sin pestañear críticas radicales al liberalismo que provienen de marcos existenciales y morales profundamente anticristianos, mientras se muestran mucho más duros con hermanos en la fe que, aun defendiendo posiciones económicas discutibles, mantienen una antropología más tradicional.

Pero quizá la aportación más clarificadora del sacerdote es su rechazo explícito al falso dilema entre estatismo e individualismo. Lo expresa con una frase que debería ser punto de partida para cualquier discusión seria: Esto no es estatismo sí o no… sino que, a la luz de la doctrina, hay que analizar los excesos estatistas de unos y los riesgos antropológicos de ambos. Porque —aunque cueste decirlo en voz alta— tanto la derecha como la izquierda contemporáneas comparten la misma base antropológica liberal. Son hijas de la modernidad, de una visión del hombre como individuo autónomo, del contrato social, del subjetivismo moral. La diferencia entre unas y otras es de grado, no de naturaleza. Y esto, que es evidente para el pensamiento católico clásico, resulta anatema para el boomer liberal medio, que en cuanto oye hablar de justicia social o de orden moral objetivo reacciona como si alguien le estuviera leyendo un panfleto stalinista. Desde esa incomprensión, muchos se han lanzado estos días a pontificar en redes como si el liberalismo conservador fuera doctrina católica. Pero la verdad es sencilla: por muy respetables que sean sus intuiciones, su pensamiento es moderno, su antropología es liberal y, por tanto, doctrinalmente no son católicos.

En medio de la crispación digital, lo más valioso es que el debate serio devuelve a la tradición católica su verdadera capacidad: la de juzgar las ideologías modernas sin plegarse a ninguna de ellas. Sí, el liberalismo doctrinario es incompatible con la fe; sí, sus raíces hobbesianas están en tensión con la antropología cristiana; y sí, el católico no puede abrazar sin más los dogmas económicos del siglo XX. Pero tampoco puede caer en la ingenuidad de considerar aliados a quienes niegan la ley natural, la ley divina y a Dios mismo. La Iglesia no ofrece un manual económico ni un sistema político cerrado: ofrece una visión del hombre y del bien común que trasciende tanto al estatismo de la izquierda como al individualismo de la derecha.