Cada 9 de noviembre, la Iglesia celebra la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, la más antigua del mundo y la catedral del Papa como obispo de Roma. Pero detrás de la solemnidad litúrgica hay un mensaje que atraviesa los siglos: la fe no se hizo para ocultarse, sino para alzarse sobre el mundo como testimonio público de que Cristo es el Señor.
La Basílica de Letrán simboliza ese momento decisivo en que la Iglesia salió de las catacumbas para ocupar su lugar legítimo en la historia. Lo que comenzó en la oscuridad del martirio se manifestó, por fin, a la luz del día. Fue el triunfo de la cruz sobre el miedo, de la verdad sobre la persecución, de la gracia sobre el poder de los emperadores.
La casa de Dios alzándose sobre las ruinas del imperio
A comienzos del siglo IV, tras siglos de prohibiciones, ejecuciones y sangre derramada, el emperador Constantino concede la libertad de culto. La Iglesia, que había vivido en los cementerios y las cuevas, levanta entonces su primera casa visible: una basílica en Roma, en terrenos de la familia Laterani, donados al Papa Melquíades.
El 9 de noviembre del año 324, el Papa Silvestre I la consagra al Santísimo Salvador. Años después se añadirán los nombres de San Juan Bautista y San Juan Evangelista, testigos de la pureza y de la verdad. Aquel edificio, levantado sobre las ruinas de un imperio en decadencia, se convirtió en la madre de todas las iglesias: la señal visible de que el cristianismo había vencido no por la espada, sino por la fidelidad y el sacrificio.
En su frontispicio puede leerse todavía hoy: “Omnium urbis et orbis ecclesiarum mater et caput” — “Madre y cabeza de todas las iglesias de la ciudad y del orbe.” No hay frase que resuma mejor la misión de Roma: guardar la fe de los apóstoles y confirmar a los hermanos.
La luz que volvió a brillar
San Juan de Letrán fue, para la Iglesia primitiva, mucho más que un templo: fue la prueba de que Dios cumple sus promesas. El cristianismo, condenado a muerte por tres siglos, resurgía como la fuerza espiritual que daría forma a la civilización. Durante más de mil años, el Papa residió en Letrán; allí se celebraron concilios, se definieron dogmas y se fortaleció la unidad del pueblo cristiano. La basílica ha ardido y se ha derrumbado varias veces, pero siempre ha vuelto a levantarse. Esa historia es la historia misma de la Iglesia: perseguida, herida, reconstruida, pero jamás vencida.
Hoy, el riesgo de volver a las catacumbas
Celebrar la dedicación de Letrán en este tiempo obliga a mirar con lucidez nuestro presente. Hoy, el peligro no es la persecución externa, sino la tentación de ocultar la fe por dentro. No son los emperadores los que imponen el silencio, sino la tibieza, el miedo a parecer distintos, la obediencia a los criterios del mundo.
En muchas partes, la Iglesia parece volver voluntariamente a las catacumbas: renuncia a hablar claro, se avergüenza de su doctrina, disfraza su lenguaje para no molestar. Pero la fe que levantó Letrán no fue una fe adaptada al poder, sino una fe que convirtió al poder. La Iglesia no necesita ser aceptada: necesita ser fiel.
La misión de confesar, no de esconder
Cada piedra de Letrán recuerda que el cristianismo nació para confesar, no para negociar. Los primeros cristianos no murieron para mantener una tradición cultural, sino para proclamar una verdad absoluta: que Jesús es Dios, y que fuera de Él no hay salvación.
Por eso, esta fiesta es una llamada a los católicos de hoy a salir de las nuevas catacumbas: las del miedo, la corrección política y la indiferencia. El mundo necesita ver templos de piedra, sí, pero sobre todo necesita templos vivos: almas que, sin temor, proclamen la fe con la misma claridad con que lo hizo la Iglesia cuando se atrevió a construir su primera basílica.
