En medio del proceso sinodal que marca la vida de la Iglesia italiana, el arzobispo Erio Castellucci, presidente del Comité Nacional del Camino Sinodal, se ha convertido en una de las voces más visibles del nuevo rumbo pastoral impulsado por la Conferencia Episcopal Italiana (CEI).
Prelado de la diócesis de Módena-Nonantola y vicepresidente de la CEI, Castellucci es uno de los prelados más cercanos al enfoque pastoral del papa Francisco, y uno de los principales promotores de la idea de que la sinodalidad no es un evento, sino “un estilo permanente de Iglesia”.
En una reciente entrevista concedida a la Agencia SIR, órgano oficial de comunicación de la CEI, el arzobispo abordó los temas más controvertidos del proceso: la «homoafectividad», el papel de la mujer, la corresponsabilidad laical y las reformas estructurales.
Su tono fue dialogante y pastoral, pero sus declaraciones —formuladas con ambigüedad calculada— revelan la deriva teológica y eclesial que atraviesa actualmente la Iglesia en Italia: una pastoral que se emancipa de la doctrina y una Iglesia que parece más preocupada por no incomodar al mundo que por evangelizarlo.
El camino sinodal debe permanecer en la Iglesia
Castellucci describe los cuatro años del proceso sinodal como “años intensos y bellos”, porque “la belleza evangélica no coincide con la armonía, sino con el don y la dedicación”. Añade que el objetivo ahora es “radicar este estilo sinodal en modalidades permanentes”, renovando estructuras, organismos y ministerios.
La insistencia en el “estilo” y las “modalidades” revela una inversión de prioridades: la fe se convierte en metodología, y la comunión en un proceso administrativo. Castellucci no menciona la necesidad de renovar la vida sacramental, ni de profundizar en la fe de los fieles.
En cambio, el foco está en la forma: “la sinodalidad no es una fase, sino un estilo estable”, afirma.
El riesgo de este lenguaje es evidente: sustituir la misión por el método. La sinodalidad, entendida así, deja de ser un medio para caminar hacia Cristo y se transforma en una estructura autorreferencial, donde “caminar juntos” se convierte en un fin en sí mismo.
“Reconocer” sin aprobar: la ambigüedad sobre la homoafectividad
Preguntado por el tratamiento de la homosexualidad en el documento sinodal, Castellucci responde:
“El reconocimiento no significa legitimación moral, sino respeto de la persona. Acompañar quiere decir caminar juntos, acoger sin simplificaciones, como pide el Papa Francisco.”
Aunque el arzobispo distingue formalmente entre “reconocer” y “legitimar”, el modo en que lo formula disuelve la frontera entre respeto y aprobación moral. Al no mencionar la enseñanza del Catecismo —que califica los actos homosexuales como “intrínsecamente desordenados” y pide acoger a las personas “con respeto, compasión y delicadeza” (CEC 2357–2358)—, su lenguaje deja espacio a interpretaciones que normalizan la práctica homosexual.
La alusión a Amoris laetitia (“como ya sucedió con los divorciados vueltos a casar”) refuerza esa línea de ambigüedad pastoral: una gradualidad sin fin, un acompañamiento que no conduce necesariamente a la conversión.
El riesgo es que “reconocer” se convierta en un eufemismo para validar, y “acompañar” en una forma de tolerancia pastoral institucionalizada.
“Participar” en jornadas civiles: entre el testimonio y la confusión
El prelado aclara que el texto sinodal menciona “la participación en jornadas promovidas por la sociedad civil”, pero no los “Pride”. Dice:
“Se hace referencia a jornadas ya presentes en el calendario civil —como las contra la homotransfobia o contra los abusos— en las que algunas diócesis promueven momentos de oración o reflexión. El propósito no es adherirse a ideologías, sino testimoniar respeto y custodiar la dignidad humana.”
La intención parece buena, pero el contexto es equívoco. Estas “jornadas civiles” están impulsadas por organismos que promueven una antropología contraria al Evangelio. Participar institucionalmente, aunque sea “con oración”, otorga respaldo simbólico a discursos ideológicos que identifican la doctrina cristiana con “discriminación”.
Castellucci omite advertir este riesgo y da por sentado que la Iglesia puede “presenciar sin adherir”. Pero en la cultura actual, la presencia neutral no existe: callar ante el error equivale a consentirlo.
La dignidad humana no se custodia adaptando el Evangelio a las consignas del mundo, sino proclamando la verdad que libera, incluso cuando incomoda.
Mujeres y laicos: la confusión de roles
En otro punto, Castellucci señala:
“Hay que renovar los organismos de participación, promover los ministerios laicales y atribuir a las mujeres un papel más definido y significativo en la vida eclesial.”
El planteamiento suena inclusivo, pero carece de una distinción doctrinal entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común. Al presentar los “ministerios laicales” como una forma de protagonismo estructural, el obispo reduce la vocación laical a su función dentro de la Iglesia, olvidando que su misión esencial está en el mundo, no en las oficinas diocesanas.
En nombre de la corresponsabilidad, se promueve una especie de “clericalismo laical”: todos participan, pero nadie evangeliza.
El verdadero papel de la mujer no se define por un puesto en una asamblea, sino por su testimonio de fe, fidelidad y maternidad espiritual, como enseñó San Juan Pablo II en Mulieris dignitatem.
Sin una clara referencia a la doctrina, el discurso de Castellucci se suma al relato horizontal que mide el valor eclesial por la visibilidad, no por la santidad.
Corresponsabilidad: la gestión que suplanta la misión
Para el arzobispo, la palabra clave del futuro es “corresponsabilidad”:
“La corresponsabilidad ha surgido como clave para dar continuidad al proceso compartido. Sin fortalecerla, será difícil iniciar una verdadera reforma de la iniciación cristiana.”
En la práctica, Castellucci concibe la corresponsabilidad como un modelo de cogestión eclesial, basado en equipos, comités y planes diocesanos. Habla de “líneas guía”, “delegados” y “referentes sinodales permanentes”.
Pero la comunión no se crea con estructuras, sino con santidad.
Si la corresponsabilidad se reduce a un mecanismo de participación formal, la Iglesia corre el riesgo de funcionar como una ONG de consenso, sin fuego interior ni misión trascendente.
La verdadera corresponsabilidad es participar en la cruz de Cristo, no en una asamblea interminable.
Una Iglesia que habla de sí misma
El discurso de Castellucci refleja una Iglesia obsesionada con hablar de sí misma, de sus procesos, sus métodos y sus votaciones.
Dice que “no hay que temer los temas delicados”, pero su propuesta es enfrentarlos con “gradualidad y acompañamiento”, no con claridad doctrinal.
El resultado es una Iglesia dialogante, pero desarmada; presente en los foros, pero ausente en la cultura.
El Camino Sinodal puede ser una gracia si conduce a Cristo, pero se convierte en un espejismo si convierte la pastoral en ideología.
La fidelidad no consiste en adaptarse al mundo, sino en mantener viva la verdad que salva.
Italia —y toda la Iglesia— no necesita una pastoral más simpática, sino obispos que hablen con parresía:
“Sí, sí; no, no.”
