En los últimos años, la palabra evangelización ha comenzado a sonar con un tono distinto. Ya no vibra como un grito del corazón, sino como un eslogan cuidadosamente calibrado. En parroquias, movimientos y diócesis de la Argentina —y especialmente bajo el influjo del Movimiento Alpha, nacido en Inglaterra en los años noventa y expandido con notable rapidez—, la misión ha sido envuelta en un nuevo lenguaje que parece moderno, atractivo, incluso eficaz. Pero detrás de esa sonrisa permanente y de las luces cálidas de los encuentros, muchos perciben una inquietante sensación: la fe está siendo administrada como un producto de mercado.
Alpha se presenta como un “método de iniciación cristiana” que promueve el encuentro con Jesús a través de charlas informales, videos, música y comida compartida. Suena inofensivo, incluso encantador. Sin embargo, la pregunta que muchos en la Iglesia comienzan a hacerse —y que no se atrevían a pronunciar en voz alta— es esta: ¿qué tipo de cristianismo está naciendo bajo este barniz emocional y empático?
La pastoral del marketing
En numerosos países, obispos y teólogos han advertido que la lógica de Alpha no es teológica sino gerencial: más cercana a las dinámicas de una startup espiritual que a la tradición misionera de la Iglesia.
En la Argentina, este modelo se expande con velocidad. Lo promueven movimientos laicales bien financiados, parroquias que buscan “renovarse” y equipos pastorales cansados de la indiferencia. Pero detrás del entusiasmo, crece un fenómeno preocupante: los procesos catequéticos se acortan, la confesión se posterga, el discernimiento vocacional se diluye, y la cruz —símbolo central de nuestra fe— se sustituye por el testimonio emocional de una experiencia sensible. Es una “pastoral del bienestar espiritual” que habla mucho del amor de Dios, pero casi nada del pecado, del sacrificio o de la verdad que salva.
Un encuentro malinterpretado
En abril de 2023, el Papa Francisco recibió en el Vaticano a representantes del Movimiento Alpha. Fue una audiencia privada, cordial, en la que —como suele hacer— el Santo Padre alentó a quienes buscan anunciar a Cristo en el mundo contemporáneo. Pero esa recepción no constituyó un aval doctrinal ni una aprobación eclesial formal del método. Fue un gesto pastoral de apertura y diálogo, no una carta blanca para transformar la catequesis en espectáculo o para actuar sin el discernimiento de la Iglesia universal.
Sin embargo, en algunos ámbitos de nuestro país se ha querido presentar aquel encuentro como una legitimación tácita del programa Alpha, incluso utilizándolo como argumento de autoridad frente a los críticos. Se cita al Papa, se invoca su nombre, se muestran fotografías de la audiencia, pero se omite recordar que ninguna audiencia equivale a un reconocimiento oficial.
A partir de ese equívoco, se multiplican iniciativas donde basta con el beneplácito de un obispo diocesano para instalar el método sin evaluación teológica ni supervisión pastoral. Se confunde acompañamiento episcopal con autorización doctrinal, y así se abre paso a una evangelización que responde más a la lógica del entusiasmo que a la fidelidad al Magisterio.
El riesgo de una Iglesia light
El Movimiento Alpha, con su lenguaje inclusivo y su apariencia de apertura, ha logrado entrar allí donde la rigidez doctrinal había cerrado puertas. Pero en ese mismo gesto ha vaciado el contenido de la fe, convirtiéndola en un sentimiento sin exigencia, un cristianismo sin cruz. Los frutos inmediatos son innegables: templos llenos, sonrisas, aplausos, testimonios emocionantes. Los frutos a largo plazo, sin embargo, son alarmantes: creyentes sin raíces, comunidades sin doctrina, sacerdotes reducidos a animadores, y una liturgia convertida en espectáculo.
El Papa Francisco advirtió en repetidas ocasiones contra la “mundanidad espiritual” y la “Iglesia autoreferencial”. Sin embargo, muchos de los promotores de Alpha se escudan en su figura, presentando el método como “una aplicación práctica del kerigma del Papa”.
Pero el kerigma no es un taller motivacional. Es un anuncio que hiere y salva, que exige conversión y provoca resistencia. No se trata de que Alpha sea el enemigo, sino de que representa el síntoma de un mal más profundo: la banalización de la fe.
Argentina: laboratorio de una fe light
En nuestro país, la implantación del método Alpha ha sido acelerada por la crisis pastoral y el deseo —a veces desesperado— de “llenar las parroquias”. Algunos obispos lo avalan, otros guardan silencio. Pero muchos sacerdotes, en privado, reconocen que algo se ha perdido: la profundidad del acompañamiento espiritual, la centralidad de los sacramentos, la claridad doctrinal. En su lugar, reina una emoción efímera, una comunidad sostenida por estímulos, no por la gracia.
Mientras tanto, los jóvenes que alguna vez participaron de Alpha buscan “nuevas experiencias”, y los grupos se multiplican sin discernimiento. El fuego del Espíritu parece haberse reemplazado por la emoción del momento. Es el riesgo de una Iglesia entretenida, eficaz pero vacía.
El precio del silencio
El mayor peligro no es Alpha, sino el silencio de quienes ven y callan. Teólogos, pastores, laicos maduros: muchos prefieren no incomodar. Tienen miedo de parecer “antiguos”, “no renovados”, “poco sinodales”. Pero la fidelidad al Evangelio no consiste en seguir modas, sino en mantener la llama encendida cuando el mundo ofrece neones. Si el discernimiento desaparece, la fe se transforma en ideología emocional, y el cristianismo se vuelve un espejo del mundo que pretendía transformar.
Una pregunta abierta
¿Puede un movimiento nacido del pragmatismo protestante convertirse en el corazón de la renovación católica? ¿Puede el misterio eucarístico convivir con una espiritualidad que relega los sacramentos a un segundo plano? ¿Puede la Iglesia evangelizar si antes se deja evangelizar por el mercado?
No se trata de rechazar todo intento de innovación pastoral. Se trata de recordar que la salvación no es una experiencia estética ni un curso de crecimiento personal, sino el encuentro con Cristo crucificado y resucitado. Allí —y solo allí— el alma humana encuentra su centro.
Cuando el Evangelio vuelve a ser fuego
La Iglesia no necesita más métodos, necesita más mártires; no más estrategias, sino más lágrimas; no más cursos de introducción, sino vidas entregadas. Cuando los métodos pasen y las modas se apaguen, quedará solo una pregunta en el aire, como juicio y promesa:
¿Quién anunciará a Cristo cuando todo el mundo hable de sí mismo?
