En una ceremonia solemne celebrada este 3 de noviembre de 2025 en la Basílica de San Pedro, el papa León XIV presidió la Santa Misa en sufragio por el papa Francisco y por los cardenales y obispos fallecidos durante el último año.
Fue su primera misa de difuntos como pontífice, en el marco del Año Santo de la Esperanza, y su mensaje se centró en la victoria de Cristo sobre la muerte. León XIV recordó que la esperanza cristiana “no se basa en la sabiduría humana ni en la justicia de la ley, sino en un hecho: el Crucificado ha resucitado”.
El Papa explicó que, gracias al amor de Cristo, la muerte “ya no es enemiga, sino hermana”, porque ha sido transformada por la cruz y la resurrección. Los cementerios, dijo, “no son ciudades de los muertos, sino dormitorios donde los fieles esperan la resurrección”.
León XIV dedicó palabras de especial gratitud al papa Francisco, a quien definió como un pastor que “vivió, testificó y enseñó la esperanza pascual”. Invitó a los fieles a mantener esa misma fe: una esperanza que no niega el dolor, pero que lo ilumina con la certeza de la vida eterna.
Concluyó recordando el salmo: “Espera en Dios: todavía podré alabarlo, a Él, salvación de mi rostro y mi Dios”, como una exhortación a vivir confiados en la promesa de la resurrección.
Dejamos a continuacion la homilía completa del papa León XIV
Queridísimos hermanos cardenales y obispos,
queridos hermanos y hermanas:
Hoy renovamos la hermosa costumbre, en ocasión de la Conmemoración de todos los fieles difuntos, de celebrar la Eucaristía en sufragio por los cardenales y obispos que nos han dejado durante el año recién concluido, y la ofrecemos con gran afecto por el alma elegida del papa Francisco, quien falleció después de haber abierto la Puerta Santa e impartido a Roma y al mundo la bendición pascual. Gracias al Jubileo, esta celebración —para mí, la primera— adquiere un sabor particular: el sabor de la esperanza cristiana.
La Palabra de Dios que hemos escuchado nos ilumina. Ante todo, lo hace con una gran imagen bíblica que, podríamos decir, resume el sentido de todo este Año Santo: el relato lucano de los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35). En él se encuentra representado plásticamente el peregrinaje de la esperanza, que pasa a través del encuentro con Cristo resucitado. El punto de partida es la experiencia de la muerte, y en su forma más dura: la muerte violenta que mata al inocente y deja al corazón humano desalentado, abatido y sin fe. Cuántas personas —cuántos “pequeños”— también en nuestros días sufren el trauma de esa muerte espantosa, deformada por el pecado. Por esa muerte no podemos ni debemos decir “laudato si’”, porque Dios Padre no la quiere, y ha enviado a su Hijo al mundo para liberarnos de ella. Está escrito: el Cristo debía padecer esos sufrimientos para entrar en su gloria (cf. Lc 24,26) y darnos la vida eterna.
Él solo puede cargar sobre sí y dentro de sí esa muerte corrompida sin ser corrompido por ella. Él solo tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6,68) —lo confesamos con emoción aquí, junto al sepulcro de san Pedro—, y esas palabras tienen el poder de hacer arder nuevamente la fe y la esperanza en nuestros corazones (cf. v. 32).
Cuando Jesús toma el pan entre sus manos —las mismas que fueron clavadas en la cruz—, pronuncia la bendición, lo parte y lo ofrece, los ojos de los discípulos se abren, en sus corazones florece la fe y, con la fe, una esperanza nueva. No es ya la esperanza que tenían antes y que habían perdido. Es una realidad nueva, un don, una gracia del Resucitado: es la esperanza pascual.
Así como la vida de Jesús resucitado ya no es la de antes, sino una vida absolutamente nueva, creada por el Padre con la fuerza del Espíritu, de la misma manera la esperanza del cristiano no es la esperanza humana, ni la de los griegos ni la de los judíos; no se funda en la sabiduría de los filósofos ni en la justicia que proviene de la ley, sino únicamente en el hecho de que el Crucificado ha resucitado y se ha aparecido a Simón (cf. Lc 24,34), a las mujeres y a los demás discípulos. Es una esperanza que no mira al horizonte terreno, sino más allá; mira a Dios, hacia esa altura y profundidad de donde ha surgido el Sol que vino a iluminar a los que yacen en tinieblas y en sombra de muerte (cf. Lc 1,78-79).
Entonces sí, podemos cantar: «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal».
El amor de Cristo crucificado y resucitado ha transfigurado la muerte: de enemiga la ha hecho hermana, la ha domesticado.
Y frente a ella «no estamos tristes como los demás que no tienen esperanza» (1 Tes 4,13).
Estamos apenados, ciertamente, cuando una persona amada nos deja. Nos escandalizamos cuando un ser humano, especialmente un niño, un pequeño, un frágil, es arrancado de este mundo por una enfermedad o, peor aún, por la violencia de los hombres. Como cristianos, estamos llamados a llevar con Cristo el peso de esas cruces. Pero no estamos tristes como los que no tienen esperanza, porque ni siquiera la muerte más trágica puede impedir que nuestro Señor reciba en sus brazos nuestra alma y transforme nuestro cuerpo mortal —aun el más desfigurado— a imagen de su cuerpo glorioso (cf. Flp 3,21).
Por eso, los lugares de sepultura los cristianos no los llaman “necrópolis”, es decir, “ciudades de los muertos”, sino “cementerios”, que significa literalmente “dormitorios”, lugares donde se descansa en espera de la resurrección. Como profetiza el salmista: «En paz me acuesto y enseguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces habitar confiado» (Sal 4,9).
Queridísimos, el amado papa Francisco y los hermanos cardenales y obispos por quienes hoy ofrecemos el sacrificio eucarístico han vivido, testimoniado y enseñado esta esperanza nueva, pascual. El Señor los llamó y los constituyó pastores en su Iglesia, y con su ministerio ellos —usando el lenguaje del libro de Daniel— “condujeron a muchos a la justicia” (cf. Dn 12,3), es decir, los guiaron por el camino del Evangelio con la sabiduría que viene de Cristo, el cual se ha hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención (cf. 1 Cor 1,30).
Que sus almas sean purificadas de toda mancha y que resplandezcan como estrellas en el cielo (cf. Dn 12,3).
Y que a nosotros, aún peregrinos en la tierra, nos llegue en el silencio de la oración su aliento espiritual:
«Espera en Dios: todavía podré alabarlo, a Él, salvación de mi rostro y mi Dios» (Sal 42,6.12).
