En la homilía de este 3 de noviembre, el Papa ha concluido con unas palabras que resonaron con una fuerza especial en quienes conocen la liturgia romana tradicional. Tras evocar el resplandor eterno de las almas purificadas —«que resplandezcan como estrellas en el cielo» (Dn 12,3)—, el Pontífice cerró su meditación con un versículo del Salmo 42:
«Espera en Dios: todavía podré alabarlo, a Él, salvación de mi rostro y mi Dios» (Sal 42,6.12).
No es un salmo cualquiera. Es, precisamente, el salmo que los sacerdotes recitan al pie del altar en el rito tradicional de la Misa, justo antes de subir al altar para el sacrificio eucarístico:
Judica me, Deus, et discerne causam meam de gente non sancta: ab homine iniquo et doloso erue me.
Quia tu es, Deus, fortitudo mea: quare me repulisti, et quare tristis incedo, dum affligit me inimicus?
Emitte lucem tuam et veritatem tuam: ipsa me deduxerunt et adduxerunt in montem sanctum tuum, et in tabernacula tua.
Et introibo ad altare Dei: ad Deum qui laetificat juventutem meam.
Confitebor tibi in cithara, Deus, Deus meus: quare tristis es, anima mea, et quare conturbas me?
Spera in Deo, quoniam adhuc confitebor illi: salutare vultus mei, et Deus meus.(Sal 42,1–5 en la numeración hebrea; 42,1–6 en la Vulgata)
Un salmo con una teología de profundidad sacrificial
Este salmo —que comienza con el célebre «Introibo ad altare Dei, ad Deum qui laetificat juventutem meam»— expresa la tensión entre la miseria humana y el anhelo de Dios. Es el clamor del alma que, entre persecuciones e injusticias, busca volver al altar, símbolo de la comunión perdida y de la alegría divina.
En la Misa tradicional, el sacerdote lo reza con el acólito, en un diálogo que prepara interiormente para el sacrificio. Es el ascenso espiritual hacia la presencia de Dios, el paso del valle de lágrimas al monte santo. Cada versículo tiene una profundidad teológica inmensa: el alma que se siente rechazada («quare me repulisti?») implora la luz y la verdad («emitte lucem tuam et veritatem tuam»), para poder entrar de nuevo en el tabernáculo del Altísimo.
La última frase —la misma citada hoy por el Papa— es la respuesta final de la fe: «Spera in Deo, quoniam adhuc confitebor illi: salutare vultus mei, et Deus meus.» Esperar en Dios, aun en medio del exilio, es ya una forma de alabanza.
Un eco que no pasó inadvertido
Que el Papa haya terminado con este versículo no puede pasar inadvertido, sobre todo a pocos días de la peregrinación Ad Petri Sedem, en la que el cardenal Raymond Burke celebró la Misa solemne en la Basílica de San Pedro según el rito romano tradicional.
En esa liturgia, este mismo salmo fue recitado por los fieles y los ministros al pie del altar, antes de la gran ascensión litúrgica hacia el sacrificio eucarístico.
El hecho de que el Papa haya elegido cerrar su homilía con ese versículo, que pertenece al núcleo espiritual de la Misa de los siglos, es, como mínimo, significativo. Es un eco de la oración más antigua del sacerdote romano, una súplica humilde y confiada antes de entrar en el misterio.
Más allá del gesto: un recordatorio espiritual
Quizá no haya que buscar una intención explícita, pero el simbolismo está ahí. En tiempos de confusión litúrgica y tensiones dentro de la Iglesia, resuena el llamado del salmista: esperar en Dios, incluso cuando parece que se ha perdido la orientación, incluso cuando el alma se siente “repulsada”.
El salmo del altar —con su estructura penitencial, su invocación de la luz divina y su promesa de alabanza futura— es, en el fondo, una síntesis perfecta de la vida cristiana. Por eso ha acompañado a generaciones de sacerdotes y fieles.
