Hay noches que dividen el mundo. Una es la del ruido y la máscara; la otra, la del silencio y el alma. Una se disfraza de muerte para reírse de ella… y hacerse su incauta presa; la otra contempla la muerte para comprender la vida. Entre ambas se alza, como una frontera luminosa, el Don Juan Tenorio de José Zorrilla: la gran catequesis poética de España frente a la trivialidad pagana y peor aun, el espanto satánico que hoy llaman los nuevos bárbaros, Halloween.
Desde hace más de siglo y medio, el Tenorio se representa en los días en que la Iglesia celebra a Todos los Santos y a los Fieles Difuntos. Y no es casual: en esos días en que el corazón cristiano piensa en el purgatorio y el cielo, en el juicio, la muerte y la misericordia, el verso de Zorrilla sube al escenario para recordarnos lo único necesario. No es simple tradición escénica: para el alma española es un sacramental de la eternidad.
Mientras en tantas partes del mundo se encienden calabazas huecas y se exaltan, siniestras, las brujas de feria, España, fiel a su temple, enciende cirios. En las calles del consumo suenan risas huecas; en el Burlador de Sevilla resuenan versos que estremecen.
Halloween es la mueca grotesca de un mundo sin alma: la exaltación de la fealdad, el culto al miedo sin esperanza, el grito vacío de quien ya no cree en nada. El Tenorio, en cambio, es el grito arrepentido del que todavía puede salvarse. El primero nace de la estupidez —sí, de la estupidez— de una cultura que ha convertido la muerte en mercancía y el infierno en espectáculo; el segundo, de la sabiduría de un pueblo que sabe mirar la muerte sin perder la fe.
1. Catequesis de verdades eternas
Zorrilla no escribió un tratado de teología, pero el Dios eterno y remunerador trasmina en sus versos. Don Juan Tenorio es, sin proponérselo, un tratado sobre los novísimos. Allí están todos: la vida que se gasta, la muerte que sorprende, el juicio que llega, el infierno que amenaza, el cielo que perdona. Don Juan, símbolo de la soberbia humana, comienza proclamando:
“Aquí está Don Juan Tenorio,
y no hay hombre para él;
desde la princesa altiva
a la que pesca en ruin barca,
no hay hembra a quien no suscriba,
y cualquier empresa abarca
si en oro o valor estriba.”
El mundo lo celebra por su audacia, como hoy se celebra el descaro, el poder, el placer, el éxito inmediato. Pero detrás de su jactancia suena ya la voz del juicio:
“Yo a las cabañas bajé,
yo a los palacios subí;
la razón atropellé,
la virtud escarnecí;
a la justicia burlé,
y a las mujeres vendí,
y en todas partes dejé
memoria amarga de mí.”
Es la confesión del hombre moderno. La voz del que ha creído que podía vivir sin Dios. Y de pronto, el eco del Evangelio retumba bajo el verso: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?” (Mc 8,36).
2. Doña Inés: la intercesión que salva
En ese abismo aparece Doña Inés: la pureza que no juzga, el amor que no cede, la mujer que ora y redime. Zorrilla, con intuición casi mística, la presenta como figura de la Iglesia, del alma que ama y se entrega por el otro. Su oración por Don Juan es el corazón teológico de la obra:
“Yo mi alma he dado por ti,
y Dios te otorga por mí
tu dudosa salvación.”
En esta escena se anticipa la comunión de los santos: nadie se salva solo, y nadie se condena sin que antes alguien haya llorado por él. Doña Inés representa la gracia que persigue, el amor que vence al pecado. Así, dirá Don Juan en una cuarteta que resume el misterio de la misericordia transformativa, por obra y gracia de la oración intercesora:
“Su amor me torna en otro hombre,
regenerando mi ser,
y ella puede hacer un ángel
de quien un demonio fue.”
3. El Comendador: la justicia que no calla
Pero Zorrilla, hombre de fe sin clericalismo, sabe que la misericordia no es impunidad. Por eso introduce la figura del Comendador, estatua que revive para reclamar justicia. Su voz, hecha piedra, dice lo que todo hombre un día oirá:
“Con Dios, Don Juan, se juega,
pero se pierde al fin.”
Y cuando Don Juan pregunta, tembloroso, “¿Y aquel entierro que pasa?”, la estatua responde: “—Es el tuyo.” Así enseña Zorrilla que la muerte no es disfraz ni juego, sino frontera. Mientras Halloween trivializa los cementerios, el Tenorio los sacraliza. Mientras unos se pintan de esqueletos para reír, el poeta levanta un sepulcro para pensar. La calavera que en Halloween hace una mueca estólida y atea, en el Tenorio predica eternidad.
4. Don Juan: de la soberbia al arrepentimiento
En la noche final, Don Juan se encuentra solo ante su conciencia y ante Dios. El burlador que despreciaba todo, de pronto tiembla ante el amor que lo busca. Y pronuncia un soliloquio que parece, solo parece, sacrílego y blasfemo:
“Clamé al cielo, y no me oyó;
mas, si sus puertas me cierra,
de mis pasos en la tierra,
¡responda el cielo, no yo!”
Parece… porque en realidad es el grito del alma que despierta. No hay en toda la literatura europea una conversión más humana, más emocionada, más española. La escena entera parece una versión teatral del Salmo 50: “Miserere mei Deus, secundum magnam misericordiam tuam.” Y entonces, cuando todo parece perdido, resplandece el milagro: la voz de Inés que intercede, el perdón que desciende, la salvación que irrumpe.
“¡Dios te concede, Don Juan,
en mi presencia el perdón!”
La justicia se cumple, pero en el amor. El infierno estaba abierto, pero el cielo lo ha cerrado por la súplica de una mujer. Y el teatro español se convierte en teología de la gracia.
5. El punto de penitencia y la hora de la muerte
Hay en la escena final una insistencia que todo español creyente entendió desde el primer estreno: Don Juan pide a Dios un “punto de penitencia”. A lo largo del acto postrero, su voz se hace súplica temblorosa:
“¡Un punto de penitencia,
Dios mío, antes de morir!”
Y luego, al sentir próxima la condena, repite:
“¡Un punto de contrición
que me salve del abismo!”
Zorrilla quiso mostrar, en ese instante, el misterio supremo de la misericordia: que la eternidad se decide en un solo momento, y que un segundo de arrepentimiento vale más que toda una vida de orgullo.
El alma se juega su destino en la hora de la muerte; por eso el Tenorio se representa precisamente cuando los fieles oran por sus difuntos.
No es un teatro de apariciones, sino de conversiones; no un relato de fantasmas, sino de almas que se salvan.
La insistencia de Don Juan en ese “punto de penitencia” es la súplica universal del moribundo. En ella resuena el dogma católico del arrepentimiento final, que ni Halloween ni sus sombras conocen.
El burlador convertido nos recuerda lo esencial: lo que importa no es cómo se vive, sino cómo se muere; y la muerte, para quien se acoge a la misericordia, no es derrota, sino tránsito.
“¡Ángel de amor, no me dejes,
que ya está el alma en mis labios!…
¡Dios mío, piedad!… ¡Jesús!…”
Así termina Don Juan, muriendo salvado, con el nombre de Jesús en los labios. Y sobre su tumba se oye la voz de Doña Inés, como un responso celestial:
“Los justos gozan en paz,
los pecadores llorando,
y Dios, en su amor, perdona
al que muere perdonando.”
La escena final no es sentimental: es una lección de teología. Zorrilla nos enseña que el destino eterno depende de la disposición del alma en su último instante. La hora de la muerte es el último sacramento del tiempo: lo que allí se ama, permanece para siempre.
6. La estupidez del Halloween y la sabiduría del arrepentimiento
El Halloween actual es hijo del nihilismo: una noche donde se celebra el vacío con máscaras de miedo. Es la parodia de lo sagrado. La muerte se trivializa, el mal se estetiza, el infierno se ridiculiza. Es la pedagogía del infierno sin infierno, del pecado sin culpa, del hombre sin alma. Zorrilla ofrece el camino opuesto: la pedagogía del arrepentimiento. Su teatro enseña que sólo hay dos destinos: el de los que se ríen de la muerte, y el de los que se arrodillan ante Dios.
Por eso Don Juan Tenorio es más que un clásico: es un exorcismo cultural. Es la respuesta poética de España a la infinita y repugnante estupidez del Halloween. Donde el otro juega con espectros, Zorrilla hace hablar a los difuntos; donde el otro ríe del miedo, él hace temblar de esperanza.
7. El Tenorio, o España ante la muerte
Cada 1 y 2 de noviembre, el Tenorio volvía a representarse en teatros y plazas. Se apagaban las luces, sonaba el verso, y España recordaba su fe antigua. No se celebraba un espectáculo sino una memoria: la del alma que no quería olvidar el cielo. El Tenorio era la homilía nacional del Día de Todos los Santos: una catequesis de belleza, una confesión de pueblo. Cada año, al oír el último verso, “los muertos abren los ojos cuando los vivos los cierran”,
el público sentía que la muerte no es el final, sino la cita donde nos espera el Amor eterno.
Por eso la representación del Tenorio no es folclore, sino liturgia cultural. Mientras los pueblos sin fe disfrazan la muerte de risa y oligofrénica alienación, España la viste de verso. Cuando en los escenarios se pronuncian los nombres de Don Juan y Doña Inés, las almas recuerdan que la muerte no es un muro, sino una puerta.
El otoño español tiene su Misa en los cementerios y su homilía en el Tenorio. Halloween, con su vaciedad de plástico, no podrá nunca competir con eso: no tiene cielo ni infierno, ni amor que salve. Es la caricatura demoníaca de un misterio que sólo el cristianismo ha sabido comprender. Por eso, llamarlo estupidez no es injuria, sino diagnóstico. Estupidez diabólica, como ilimitadamente estúpido es satanás, por no saber amar.
8. La victoria de la esperanza
Al caer el telón, el aire olía a eternidad. Los espectadores salían a la noche de noviembre con un silencio distinto, con un sentimiento sagrado: habían asistido a un auto de fe.
El Tenorio no compite con Halloween: lo vence. No por agresión, sino por altura; no por ruido, sino por luz. Lo vence porque tiene alma, porque habla de la verdad y de la misericordia, porque no teme pronunciar las palabras que el mundo ha olvidado: pecado, juicio, cielo, infierno, salvación. Halloween, con su griterío sin alma, pasará como pasan las modas. El Tenorio quedará, como queda todo lo que toca la eternidad. Cuando Don Juan pronuncia su último clamor, “tornado en otro hombre, regenerado su ser», entre cipreses, versos y plegarias, Zorrilla sigue recordándonos que el miedo no se vence con risas, sino con esperanza; y que detrás de la muerte, por encima del pecado, en teniendo el alma «un punto de contrición», Dios la espera con Su abrazo eterno de misericordia.
