Este domingo 2 de noviembre, Conmemoración de todos los fieles difuntos, el Papa León XIV se asomó a la ventana del Palacio Apostólico para rezar el Ángelus junto a los peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro. En sus palabras introductorias, el Pontífice ofreció una profunda reflexión sobre la esperanza cristiana ante la muerte, la memoria de los difuntos y la certeza de la resurrección en Cristo.
“La resurrección de los muertos de Jesús, el Crucificado, ilumina el destino de cada uno de nosotros”, afirmó el Santo Padre, subrayando que el deseo de Dios es que “nadie se pierda para siempre, sino que todos tengan su lugar y brillen en su singularidad”.
Una mirada de fe y esperanza
León XIV recordó que esta esperanza se enraíza en la promesa de Cristo: “Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite en el último día” (Jn 6,39). La vida eterna, explicó el Papa, no consiste en una sucesión interminable de tiempo, sino en “sumergirse en el océano del amor infinito”, tal como enseñó Benedicto XVI en la encíclica Spe Salvi.
El Pontífice vinculó la Commemoración de los fieles difuntos con la solemnidad de Todos los Santos celebrada el día anterior, mostrando la continuidad entre la Iglesia gloriosa y la Iglesia peregrina. “La comunión de los santos es una comunión de las diferencias que amplía la vida de Dios a todos los que han querido formar parte de ella”, explicó.
La memoria viva de Cristo vence el olvido
Durante su reflexión, el Papa señaló que el dolor por los difuntos expresa la preocupación de Dios por cada vida humana. “La conocemos desde dentro —dijo— cada vez que la muerte parece hacernos perder para siempre una voz, un rostro, un mundo entero”.
Frente al riesgo de una memoria frágil o nostálgica, León XIV advirtió: “Sin la memoria de Jesús, el inmenso tesoro de cada vida queda expuesto al olvido. En la memoria viva de Cristo, incluso quien nadie recuerda aparece en su infinita dignidad”.
Por eso, añadió, los cristianos han recordado siempre a los difuntos en cada Eucaristía, pidiendo que sean mencionados en la plegaria. De ese anuncio pascual “surge la esperanza de que nadie se perderá”.
“No con nostalgia, sino con esperanza”
El Papa invitó a los fieles a vivir este día no como una mirada al pasado, sino como una celebración del futuro. “Visitando los cementerios, donde el silencio interrumpe la prisa, redescubrimos la espera de la resurrección”, dijo. Y añadió: “Comemoramos el futuro. No estamos encerrados en el pasado, ni sellados en el presente como en un sepulcro”.
Con palabras esperanzadas, León XIV exhortó: “Que la voz familiar de Jesús nos alcance, porque es la única que viene del futuro. Nos llama por nombre, nos prepara un lugar y nos libera del sentido de impotencia con el que a veces renunciamos a vivir”.
Finalmente, encomendó a la intercesión de la Virgen María —“mujer del Sábado Santo”— el don de mantener viva la esperanza de la resurrección y la comunión de los santos.
Mensaje completo del Papa León XIV durante el Ángelus (2 de noviembre de 2025)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buen domingo!
La resurrección de los muertos de Jesús, el Crucificado, ilumina en estos días de comienzos de noviembre el destino de cada uno de nosotros. Él mismo nos lo dijo: «Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite en el último día» (Jn 6,39). Así se manifiesta el centro de la preocupación de Dios: que nadie se pierda para siempre, que cada uno tenga su lugar y brille en su singularidad.
Es el misterio que ayer celebramos en la Solemnidad de Todos los Santos: una comunión de diferencias que, por así decirlo, amplía la vida de Dios a todos los hijos e hijas que han deseado formar parte de ella. Es el deseo inscrito en el corazón de todo ser humano, que anhela reconocimiento, atención y alegría. Como escribió Benedicto XVI, la expresión “vida eterna” quiere dar nombre a esta espera insuprimible: no una sucesión sin fin, sino el sumergirse en el océano del amor infinito, donde el tiempo, el antes y el después dejan de existir. Una plenitud de vida y de gozo: eso es lo que esperamos y anhelamos de nuestro estar con Cristo (cf. enc. Spe salvi, 12).
Así, la Conmemoración de todos los fieles difuntos nos acerca aún más al misterio. La preocupación de Dios por no perder a nadie la conocemos desde dentro, cada vez que la muerte parece hacernos perder para siempre una voz, un rostro, un mundo entero. Cada persona es, en efecto, un mundo entero. El día de hoy desafía la memoria humana, tan preciosa y tan frágil. Sin la memoria de Jesús —de su vida, muerte y resurrección—, el inmenso tesoro de cada vida queda expuesto al olvido. En la memoria viva de Jesús, en cambio, incluso quien nadie recuerda, incluso quien la historia parece haber borrado, aparece en su infinita dignidad. Jesús, la piedra que los constructores desecharon, es ahora piedra angular (cf. Hch 4,11). Este es el anuncio pascual. Por eso los cristianos recuerdan desde siempre a los difuntos en cada Eucaristía, y hasta hoy piden que sus seres queridos sean mencionados en la plegaria eucarística. De ese anuncio nace la esperanza de que nadie se perderá.
La visita al cementerio, donde el silencio interrumpe la prisa del hacer, sea para todos nosotros una invitación a la memoria y a la espera. «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro», decimos en el Credo. Conmemoramos, pues, el futuro. No estamos encerrados en el pasado, en las lágrimas de la nostalgia. Tampoco estamos sellados en el presente, como en un sepulcro. Que la voz familiar de Jesús nos alcance —y alcance a todos—, porque es la única que viene del futuro. Nos llama por nuestro nombre, nos prepara un lugar, nos libera del sentimiento de impotencia con el que corremos el riesgo de renunciar a la vida. María, mujer del Sábado Santo, nos enseñe una vez más a esperar.
