El cardenal Blase Cupich, arzobispo de Chicago, ha vuelto a situarse en el centro del debate litúrgico al calificar la Misa tradicional en latín como “más un espectáculo que una participación activa de todos los bautizados”. Las declaraciones, recogidas por The Catholic Herald, forman parte de una reflexión sobre la constitución conciliar Sacrosanctum Concilium, documento clave del Concilio Vaticano II sobre la sagrada liturgia.
Según Cupich, las reformas posteriores al Concilio buscaron “purificar la liturgia” de adaptaciones acumuladas “a lo largo del tiempo”, especialmente de aquellos elementos que, según él, provenían de “las cortes imperiales y reales”. Dichas modificaciones —sostiene— habrían convertido el culto en una experiencia más estética que participativa, y por tanto, alejada de la intención original del rito.
“La liturgia debe reflejar la Iglesia como servidora del Señor, no del poder del mundo”, subrayó el prelado estadounidense.
De la adoración al activismo litúrgico
Para Cupich, el criterio de autenticidad en la Eucaristía no reside en la forma o en la solemnidad del rito, sino en su dimensión social: el grado de “solidaridad con los pobres” que manifiesta la comunidad. Llega incluso a afirmar que la Misa es “el lugar de la solidaridad con los pobres en un mundo fracturado”, reinterpretando la liturgia como expresión de compromiso humanitario antes que como sacrificio redentor.
Estas afirmaciones reflejan una lectura pastoral de la Misa influida por la llamada opción por los pobres, impulsada tras el Concilio. Cupich cita a Juan XXIII y al cardenal Lercaro para sostener que el Vaticano II marcó un punto de inflexión en la comprensión eclesial de los pobres como centro del plan salvífico de Dios. Según él, la reforma litúrgica fue necesaria para expresar mejor esa “Iglesia de los pobres”.
Sin embargo, esta visión —que equipara la autenticidad del culto con la dimensión social— ha sido duramente cuestionada por teólogos y fieles apegados a la tradición litúrgica romana, que recuerdan que la liturgia es ante todo el culto a Dios y no una plataforma de acción social. La Eucaristía, enseñan los Padres y el Magisterio, es “el sacrificio de alabanza, propiciación y acción de gracias”, no un gesto de identidad sociológica.
La herida litúrgica del posconcilio
Las palabras de Cupich llegan en un contexto de creciente tensión. Desde el motu proprio Traditionis Custodes (2021), que restringe la Misa tradicional, numerosos fieles y sacerdotes han experimentado una nueva marginación dentro de la Iglesia, precisamente por su apego a la forma litúrgica que durante siglos alimentó la fe católica.
La referencia del arzobispo de Chicago a la Misa tradicional como “espectáculo” ha sido vista por muchos como una descalificación injusta hacia una comunidad creciente, caracterizada —como incluso reconocen sus críticos— por su devoción, silencio y reverencia. Los defensores de la liturgia tridentina recuerdan que esta forma del rito nunca fue abrogada y que su belleza ha llevado a muchos jóvenes a redescubrir la fe.
Mientras Cupich reivindica la simplicidad y sobriedad del Novus Ordo como signo de la Iglesia servidora, el cardenal Raymond Burke celebraba en esos mismos días una Misa pontifical solemne en la Basílica de San Pedro, a la que acudieron clérigos y fieles de todo el mundo. Dos imágenes, dos visiones: una Iglesia que mira a sus raíces litúrgicas y otra que busca reformular su identidad en clave moderna.
Volver al sentido de lo sagrado
La Misa, como enseña el Catecismo, “es el sacrificio mismo de Cristo, actualización del Calvario bajo las especies sacramentales”. Ninguna forma litúrgica auténtica puede reducirse a “espectáculo”, pues su esencia no radica en la estética externa, sino en el misterio de la presencia real y el ofrecimiento de la Víctima divina. Purificar la liturgia no significa empobrecerla ni despojarla de su lenguaje sacro, sino restaurar su orientación a Dios.
La controversia que reavivan las palabras de Cupich pone de manifiesto una herida no cerrada: la del sentido de lo sagrado en el culto católico. Frente a quienes ven en la tradición un obstáculo para la “participación activa”, crece el número de fieles que encuentran en la Misa tradicional precisamente la participación más plena: la adoración silenciosa del Misterio.
El arte y la solemnidad del rito no son lujos cortesanos, sino lenguaje teológico de lo trascendente. Y mientras haya corazones que comprendan que arrodillarse ante el altar no es espectáculo, sino fe viva, la Misa seguirá siendo —como su título lo proclama— un auténtico tesoro de la fe.
