Cuatro grandes problemas de la Iglesia de los que pocos hablan

Cuatro grandes problemas de la Iglesia de los que pocos hablan

En los últimos años buena parte del discurso eclesial se ha volcado en asuntos mundanos como el cambio climático, las políticas migratorias o el diálogo interreligioso. Son temas relevantes, pero que a menudo desplazan el centro de gravedad de la vida de la Iglesia. Mientras desde Roma se organizan sínodos, conferencias y documentos sobre cuestiones superficiales, apenas se habla de aquello que es raíz de todo lo demás: la fe, la gracia, el pecado, la liturgia y la salvación de las almas.

Existen problemas silenciosos, profundamente espirituales, que últimamente no aparecen en los planes pastorales ni en los supuestamente activos equipos sinodales, pero que minan el corazón mismo de la Iglesia. Clasificarlos en cuatro es una reducción insuficiente, simplista e imprecisa, pero creo que en un contexto confuso concretar ideas puede ser algo útil.

1. La comunión sacrílega generalizada

En miles de parroquias se repite una escena casi idéntica: largas filas para comulgar, y confesionarios vacíos. La idea de que es necesario estar en gracia de Dios se ha diluido hasta desaparecer. Se comulga por costumbre, sin examen de conciencia, como si bastara el gesto externo. Muchos sacerdotes han dejado de hablar del pecado mortal o del juicio, y el resultado es una comunión rutinaria, a veces sacrílega.

El remedio es sencillo y concreto: que en las homilías se recuerde la necesidad de la confesión sacramental antes de comulgar si se está en pecado mortal; que se explique qué es el pecado mortal; que haya confesores visibles antes y después de las Misas. No hace falta endurecer, sino enseñar con claridad y caridad. Se ha infantilizado a los fieles, pero la realidad es que la gente está preparada para escuchar una propuesta de vida exigente. Por miedo a sonar duros o a generar rechazo muchos sacerdotes no predican apenas sobre el pecado. ¿Es ese el camino para salvar a las almas?

2. La falta de fe de obispos y sacerdotes

El segundo problema no se ve desde fuera, pero sus efectos son demoledores. Muchos sacerdotes y obispos no creen en el Dios que se encarna. Cumplen, gestionan, organizan, viven una suerte de simulación, pero han perdido la certeza interior de lo sobrenatural. Por lo tanto, celebran sin convicción profunda, predican sin ardor, gobiernan como si la Iglesia fuera una institución más entre tantas. El clericalismo ya no consiste solo en el abuso de poder, sino en el vaciamiento espiritual del ministerio.

La solución pasa por devolver al clero su raíz espiritual. Quizás sea bueno un plan radical que permita retirarse al desierto a los sacerdotes un mes al año. Un plan exigente de seguimiento de su vida espiritual. Seminarios con más filtros, discernimiento real de las vocaciones, más silencio y oración… Un sacerdote que ora poco acaba creyendo poco. Y cuando los pastores pierden la fe, el rebaño se dispersa.

3. Los movimientos sectarios

Muchos movimientos crecidos en el posconcilio han terminado convertidos en círculos cerrados con dinámicas sectarias. Comparten todos una visión salvífica: la Iglesia habría cometido grandes errores desde Constantino hasta su llegada y su carisma es mejor que la tradición y la doctrina secular de 1700 años. El grupo pasa a ser el fin; el fundador, una figura intocable; la obediencia, una forma de control. A través de charlas fraternas o escrutinios, el conocimiento del pecado y la debilidad del miembro se convierte no solo en su elemento perverso de cohesión, sino en una deformación pseudo-sacramental sacrílega y abusiva.

La Iglesia no puede mirar hacia otro lado. Es necesaria una vigilancia real: revisiones diocesanas, limitación de mandatos, transparencia económica y doctrinal, acompañamiento externo de las prácticas espirituales.

4. La banalización de la liturgia

Quizá un daño interconectado directamente con todos los demás sea la pérdida del sentido sagrado en la liturgia. En demasiados lugares, la Misa se ha transformado en un espectáculo improvisado. Se cambia la plegaria, se canta cualquier cosa, se teatraliza el altar, se reduce el tabernáculo y el Santísimo a un elemento decorativo. Lo que se vende como intento de cercanía deriva en una pérdida total del misterio y en productos emotivistas de usar y tirar.

La liturgia no necesita creatividad ni emotividad, sino fidelidad y belleza. Es el lenguaje de la fe: si se deforma, se deforma también lo que creemos. La reforma verdadera no es volver al pasado, sino anclarse a lo intemporal. Recordar que en la Misa está Dios mismo. Donde se respeta la liturgia, la fe florece; donde se banaliza, se apaga.

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