El esquema societario del Opus y por qué Roma no disolvió a los Legionarios

El esquema societario del Opus y por qué Roma no disolvió a los Legionarios

Roma y las ruinas sin dueño

En los pasillos vaticanos nadie lo dirá en voz alta, pero la historia se repite con una regularidad casi matemática: Roma nunca disuelve lo que no puede heredar. La prueba está en la Legión de Cristo. Después del escándalo monumental de Marcial Maciel —abusos, mentiras, dinero, poder—, lo lógico habría sido suprimir la congregación, extirpar el tumor y cerrar el capítulo. Pero no: se intervino, se reformó, se cambiaron nombres y estatutos, y se dejó que el cuerpo se enfriara solo. ¿Por qué? Porque no había nada que ganar. Solo deudas, pleitos y edificios hipotecados.

El Vaticano descubrió entonces que la Legión, como casi todos los movimientos de éxito en el siglo XX, había aprendido la lección jurídica antes que la teológica: todas las propiedades importantes estaban en manos de fundaciones y sociedades civiles. Las universidades, las residencias, los colegios, los centros vocacionales… cada pieza inscrita con notario, con su patronato propio, sus cuentas separadas y su blindaje perfecto. Disolver la Legión habría significado heredar sus pasivos sin tocar un euro de sus activos. Roma prefirió lo sensato: dejarla morir sola, por falta de vocaciones, lentamente, sin hacer ruido ni asumir facturas.

El paralelismo con Torreciudad es evidente. Ahí también hay un santuario, una marca espiritual, un símbolo carismático. Y detrás, la misma arquitectura civil: Inmobiliaria Aragonesa S.A. como propietaria, Patronato de Torreciudad como usufructuario temporal, todo inscrito en notaría con precisión quirúrgica. Ni un ladrillo en manos eclesiásticas, ni una grieta por donde entrar. En Roma todavía no han entendido que, cuando los movimientos aprendieron a hablar el lenguaje del derecho civil, se independizaron económicamente para siempre. Roma puede predicar sobre pobreza, pero los carismas aprendieron a registrar sus bienes como los banqueros.

El problema no es solo financiero, sino canónico. Durante décadas, la Iglesia ha tolerado —y a veces fomentado— que comunidades, órdenes y fundaciones canalicen donaciones y herencias mediante entidades civiles, fuera del radar eclesiástico. No existe un derecho mercantil canónico que regule con claridad estas estructuras híbridas. El resultado es una maraña de sociedades, patronatos y fundaciones que funcionan como escudos: cuando Roma intenta intervenir, se encuentra con un laberinto legal y con el mismo desenlace de siempre: “nada que rascar”.

Así que Roma seguirá soñando con reformas y reorganizaciones, mientras en los registros de la propiedad permanecen los verdaderos testamentos de piedra. Las órdenes se pudren, los movimientos se extinguen, los carismas se diluyen… pero los edificios siguen ahí, perfectamente escriturados. Porque en esta Iglesia posmoderna, el Espíritu sopla donde quiere, pero los notarios son los que firman.

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